Cuentan los que han vivido por demasiadas décadas, que en el pasado, todo lo que la vista alcanzaba a observar tenía un solo color. Los mares, el cielo, las estrellas, los bosques, las edificaciones, los sueños… todo se esbozaba con la misma tonalidad. No importaba si el día asomaba con su brillo, o el sol se escondía para dar paso a la elegante luna: todo lucía con la solemne uniformidad que provee un mismo esmalte.
Lo más interesante era que no todos los seres humanos apreciaban el exterior de la misma forma, algunos aseguraban que todo era blanco, los más mayores de cada casa decían que era azul, y la minoría de los habitantes del planeta lo veían todo gris. Pero entre tantas versiones diferentes de un mismo lugar, existía un reducido grupo de personas, las más soñadoras, que coincidían en que todo lo que los rodeaba era amarillo.
Estos amantes del dorado y la luz, tenían varias características en común. ¿Serían sus patrones de comportamiento lo que moldeaban su realidad física? Esa respuesta, al parecer, nadie la tenía. Pero lo que sí era palpable es que estas personas parecían haber desarrollado una sensibilidad diferente al resto: gustaban del arte de danzar, de plasmar con palabras en el papel en blanco sus ideas, de dibujar con pinceles en los enormes lienzos vacíos, de tejer con hilos de luz, de cantar y tocar con sus arpas al amor y a la vida.
Cuentan además que años más tarde, estas personas de corazón amarillo fueron llamados artistas, y que a través de todo lo que hacían, el mundo fue llenándose poco a poco de belleza y color.