Había una vez una princesa llamada Ágata que vivía encerrada en una torre en lo alto de una montaña, fortificada con un gran muro de piedras, circundado por un foso lleno de cocodrilos y custodiada por un feroz dragón, y por si fuera poco, se encontraba en medio de un tenebroso bosque con ramas llenas de espinas, ponzoñosas y venenosas.
Solo aquel que lograra rescatar a la princesa de su prisión, tendría por derecho su mano y parte del reino al que pertenecía; sin embargo, debía, obligatoriamente, ser un príncipe o tener descendencia real.
Lo cierto es que este comienzo suena a la típica historia de caballeros y doncellas, quienes terminan felices por siempre, jamás, tras un arduo y fructuoso rescate. Pero esta historia no es acerca de la princesa Ágata.
Mayormente, estas historias se enfocan en los personajes de la realeza y sus peligrosas y entretenidas aventuras junto a un gran sacrificio o una atemorizante batalla. Pero lo que no vemos en este tipo de historia o nadie nos explica, es qué comían las princesas o quién les daba de comer mientras esperaban a sus futuros consortes ¿Quién les cocinaba? ¿Quién les lavaba la ropa? ¿Acaso solo esperaban todo el día sentadas en sus aposentos hasta que llegara el príncipe azul? Pues era de seguro que había alguien que atendía sus necesidades. Y ese era el trabajo de Ramona.
Ramona era una plebeya de entre muchas otras, quien tras una serie de rigurosas pruebas y posteriormente un severo entrenamiento, fue seleccionada para poder atender las necesidades de la princesa Ágata, como era debido y cuya regla principal era: Jamás dirigirle palabra alguna.
Las labores de Ramona comenzaban muy temprano en la mañana, y algunas veces en la madrugada. Todos los días recorrer el camino hasta la torre donde moraba Ágata y todos los días traía los cambios de ropa y alimentos minuciosamente escogidos por el personal del palacio. Finalmente, por las tardes volvía a su hogar, no sin antes dar cuentas a la Reina acerca del estado y cualquier otra peculiaridad ocurrida a su hija, la princesa.
Todos los días los guardias la escoltaban hasta la entrada del bosque de ramas ponzoñosas. De allí, Ramona conocía el camino como la palma de su mano. Solía atravesar el peligroso bosque por una vereda secreta, que había memorizado durante su entrenamiento y que conducía al foso de cocodrilos hambrientos. Una vez traspasado este obstáculo, debía ser muy cautelosa de no despertar al feroz dragón.
Ramona llevaba más de 5 años realizando esta tarea de manera impecable, tarea que aceptó bajo la promesa real de que su familia jamás pasaría hambre. Su trabajo no era sencillo, de hecho, sus antecesoras habían fallecido de maneras trágicas, unas comidas por los cocodrilos, otras habían perecido en el bosque y la última, su antecesora, fue despedida por atreverse a saludar a la princesa, o eso fue lo que supo acerca de su misteriosa desaparición. Para colmo, tampoco era sencillo lidiar con los caprichos y malcriadeces de la princesa.
Finalmente, Ágata había cumplido sus 16 años y se encontraba cada vez más desdichada y su humor se ennegrecía, puesto que ningún príncipe había logrado con éxito superar los obstáculos para rescatarla.
Esa tarde, cansada de estar confinada en esas cuatro paredes, decidió hablar con la servidumbre; sabiendo muy bien que su madre, las pocas veces que la visitaba, le advertía que jamás se rebajara a conversar con la sirvienta.
“Por favor, no te vayas” suplicó Ágata
Una corriente helada recorrió la espalda de Ramona.
“Voy a enloquecer si no hablo con alguien más que no sea mi madre”
Ramona tragó fuerte y esperó sin quitar la mirada del suelo.
“Estoy cansada de esperar al valiente príncipe que supuestamente debe rescatarme de este infierno. Quiero saber qué hay más allá del bosque que rodea esta torre. Quiero ser libre de ir a donde me plazca”
Y así continuó quejándose ante su mudo oyente. Al ver que no respondía a sus inquietudes, enojada, le gritó que abandonara la habitación tras una serie de improperios.
Ágata arrasó con todos los bellos objetos que había sobre su tocador, echándolos al suelo. La mayoría se rompieron en pedazos. Ramona huyó de inmediato.
La princesa, agotada, dejó de lanzar objetos y cayó sobre sus rodillas, víctima de su frustración.
Esa misma noche, Ramona informó en el palacio lo angustiada y desesperada que se encontraba la princesa, sin embargo, hicieron caso omiso de sus advertencias y explicaron que aún era una niña y que pronto olvidaría todos esos deseos banales; así como lo había hecho su madre y su abuela.
Ramona temía por su familia y deseaba buscar la manera de mejorar el humor de la princesa; afortunadamente los días transcurrieron con normalidad, Ágata había dejado de buscar conversación y se concentraba en leer los libros que le traían.
Todo iba como de costumbre hasta que un día, cuando Ramona estaba por servir el desayuno, se encontró con la habitación vacía.
Sorprendida, quedó sin aliento; de pronto, el cuarto se hizo más pequeño, sus manos temblorosas dejaron caer la bandeja del desayuno, haciendo añicos los platos y vasos, un escándalo que pronto atrajo la curiosidad de un par de ojos tras de ella. Ramona cerró sus ojos imaginando lo peor para sí y su familia.
“Hermana ¿Qué sucede?”, susurró Rosa
Ramona jamás contaba a nadie y mucho menos al personal del palacio que recibía ayuda de sus hermanos con los quehaceres en la torre, así como también para poder llevar las pesadas cargas de objetos y alimentos necesarios para atender las necesidades de la princesa.
Sus hermanos tenían terminantemente prohibido subir a lo alto de la torre y mucho menos entrar a los aposentos de la princesa; sin embargo, Rosa, la hermana menor de Ramona, sigilosamente, se había atrevido a entrar al cuarto de la princesa, aun sabiendo lo peligroso que era hacerlo. Ramona seguía paralizada con sus manos cubriendo su boca. Rosa echó un segundo vistazo a la habitación e inmediatamente intuyó lo sucedido. El gran ventanal estaba abierto de par en par y una larga soga hecha con sábanas pendía de este.
Rosa tuvo que dar un par de cachetadas a su hermana para que volviera de su enajenación.
“¿Y si está herida?”, inquirió Ramona
“O peor aún … !Muerta¡”, dijo cerrando sus ojos y apretando sus brazos contra su pecho.
Era obvio que las consecuencias serían terribles de ser así, pero Rosa no perdía la esperanza tan fácilmente.
“Sebas y yo buscaremos a la princesa, de seguro no debe haber ido muy lejos," calmó Rosa sujetando las manos de su hermana.
A pesar de que sus lágrimas seguían cayendo, Ramona asintió tratando de dibujar una sonrisa.
De repente, escucharon una algarabía de trompetas y tambores a lo lejos.
“!Princesa Ágata¡”, clamaron fuerte y claro.
“¡No temáis!", anunciaron a viva voz,
"Vuestros días de encierro han culminado, no sufráis más"
"Mi amo, Sir Alfonso Enrique Le Blanc, príncipe heredero del condado de Windermere ha venido a salvaros”, vociferó el sirviente del príncipe mientras los otros vasallos, caballeros y escuderos abrían paso a través del denso bosque.
Ambas se miraron a los ojos. Ahora sí estaban en problemas. Probablemente, cortarían sus cabezas o algo aún peor.
"¿Qué hacemos?" Preguntó nerviosa Rosa, mientras apretaba aún más las manos de su hermana.
Ramona señaló hacia la ventana.
Rosa corrió de inmediato hacia ella y recogió la soga improvisada.
Fue entonces cuando a Ramona se le ocurrió la idea más alocada.
Ramona seguía de rodillas, limpió sus lágrimas con el dorso de sus manos y ordenó izar la bandera amarilla.
Rosa, de pronto, recordó que era una costumbre que debía hacerse para dar a entender al valiente caballero que había sido escuchado. Aun así, no entendió para qué hacerlo.
Rosa estaba a punto de dejar el cuarto cuando su hermana la detuvo tomándola por el brazo
"Nadie realmente conoce a la princesa. Todos tienen prohibido verla directamente al rostro"
Rosa, abrió sus ojos ante la expresión que pintaba el rostro de su hermana ¿Acaso se había vuelto loca?
"Su madre apenas la visita"
"¿A dónde vas con todo esto?" Preguntó Rosa confundida y asustada
"No hay tiempo para explicaciones, tendrás que suplantar a la princesa"
Esa última frase cayó como agua fría por la espalda de Rosa.
Ramona continuó contando su plan mientras arrastraba a Rosa y la metía al cuarto de baño. A pesar de sus protestas y tras un buen baño en la tina y el rocío de perfumes exquisitamente caros y un excelente trabajo de maquillaje, la idea de Ramona estaba tomando forma.
Rosa se vio al espejo y sus ojos no creyeron en la princesa que devolvía una mirada de asombro y duda.
"¿Ves? Eres tan hermosa como ella. No, eres aún más hermosa," corrigió Ramona
"Solo recuerda que eres una princesa"
"Nunca he sido una princesa", protestó Rosa
"Todas debemos hacer sacrificios. Mantén tu boca cerrada y todo saldrá bien"
Rosa no podía creer lo que estaban sucediendo, pero cuando Ramona hizo entrar a Sebas al cuarto, este se arrodilló y pidió cien veces perdón por haber visto a la princesa.
Era efectivo, si su propio hermano no podía reconocerla era probable que todos la aceptarían como la verdadera princesa.
Rosa nunca había pensado en tener pareja y mucho menos casarse. Aunque no sería con cualquiera persona, sería con un príncipe. No todos los días una chica tiene la oportunidad de casarse con un príncipe ¿Acaso no era con lo que jugaba de pequeña? Era la frase que repetía su hermana mientras luchaba con su cabello rebelde. Sentía que le arrancaban el cuero cabelludo y apenas podía concentrarse en lo que pensaba o sucedía. Pero ya no había vuelta atrás, sus vidas pendían de un hilo y de cualquier manera, su futuro era la guillotina o algo peor.
"De ahora en adelante eres Ágata", fue lo último que dijo Ramona antes de abandonar la habitación.
Rosa quedó sola con sus pensamientos y en espera del valiente príncipe.
Ramona despidió a Sebas, no sin antes advertirle que usara otro camino de regreso a casa para no ser visto por ninguno de los vasallos del príncipe. Sebas había preguntado por Rosa, pero Ramona le dijo que ella ya se había ido.
La batalla fue épica, durando hasta el anochecer. Luego de perder un tercio de los caballeros y vasallos abriéndose camino en el bosque tenebroso, perdieron nuevamente otra cantidad de caballeros luchando ferozmente contra los cocodrilos. Al final, gran parte del ejército que restaba, pereció dando muerte al gran dragón que custodiaba la torre. Sin embargo, Sir Alfonso Enrique Le Blanc jamás movió un dedo.
El príncipe, al ver lo alta que era la torre, decidió enviar a sus vasallos a traer a la princesa. Ramona fue despedida por los ministros del príncipe, puesto que su labor de cuidar a la princesa ya no era necesaria. Sir Alfonso Enrique Le Blanc aseguró que sus concubinas enseñarían las costumbres necesarias que requeriría la princesa para complacerlo. Un vasallo dejó, en las manos de Ramona, un pergamino estampado con el sello real de Windermere para ser entregado al palacio.
De esta manera, Ramona se marchó dejando atrás a su hermana en manos de un desconocido y sin tener idea del paradero de la verdadera princesa.