En el corazón de un bosque, más allá del mar y los desiertos, los niños de los árboles habitan. Su existencia es efímera aparentemente, pero su tiempo es distinto al nuestro y sus vidas más que cortas, son eternas. Nacen cada primavera y mueren cada otoño bajo la promesa de renacer al primer deshielo luego del invierno, pues el bosque les permite resucitar al precio de sus memorias y conocimiento.

Pero existe un niño que no olvida, un niño que quiso salir del bosque harto de cada año hacer lo mismo que el año anterior y el anterior a ese anterior. Un día se alejó de la aldea por un camino de vides espinosas y abetos, pero se perdió en sus pasos y volvió al punto de partida.

Una bruja que sabía el atajo para entrar y salir del bosque sin perderse visitó la aldea de los niños de los árboles una primavera. El niño que quería salir le preguntó el camino correcto, a lo que la bruja contestó:

- ¿Y qué gano yo?

El niño lo pensó mucho. No tenía nada que ofrecerle a la bruja más que nueces, palos y flores silvestres. La mujer de voz cansada y piel manchada por los años y el sol, con el rostro arrugado y la espalda encorvada, tomó nuevamente la palabra y le ofreció al niño un trato.

- Tú me darás tu rostro y yo te contaré el secreto.

Espantado el niño del bosque se negó. Pasaron los días y llegó el verano, y la bruja se marchó. Quizás volvería al siguiente año cuando la primavera cubriera los campos y llenara de flores y abejas los caminos. El chico sin saber el secreto continuó intentando escapar por sus medios en más de una ocasión, pero no lo consiguió.

El invierno llegó y todos los niños de los árboles murieron tranquilos en sus casas hechas de ramas, y al primer deshielo del año siguiente despertaron sin recuerdos.

El niño que quería escapar nunca había olvidado nada, así que esperó a la bruja aquella primavera y también la próxima, pero la anciana no llegó. Cuando casi perdía las esperanzas de salir del bosque escuchó la noticia que la bruja había vuelto. El chico corrió a su encuentro y le preguntó porqué había tardado tanto. La anciana de oscuro ropaje le respondió que el tiempo pasaba diferente fuera, más rápido y fugaz y que ella debía hacer demasiados encargos y aveces ese tiempo no le bastaba.

El chico no quiso pensar mucho en el asunto del tiempo y fue directo al grano, estaba dispuesto de aceptar el trato con la bruja, quien sonrió y le pidió que aguardara al verano.

Y cuando llegó la época del calor y el sol, el niño volvió a visitar a la anciana quien le dijo que todo estaba listo. La noche que sellaron el acuerdo, los otros niños de los árboles escucharon terribles gritos saliendo de la choza de la bruja, pero ninguno se acercó.

A la mañana siguiente la bruja ya no estaba en la aldea y el niño que no podía olvidar no tenía rostro pero a cambio poseía un mapa y un secreto. Sin despedirse de sus compañeros el niño se marchó y ni por un segundo pensó en buscar su nuevo reflejo en un lago.

El mapa le sirvió en los primeros cruces pero el secreto era lo que le había hecho atravesar el bosque sin perderse.

Al salir, se encontró con una pradera casi infinita y clavado en un árbol 3 carteles escritos en un lenguaje que para el niño era incomprensible pues él solo sabia leer en extraños dibujos y figuras.

Se acercó a una villa más allá de un canal de agua turbia donde la gente vivía de sembrar maíz y cuidar gallinas. Las personas del lugar lo recibieron con gritos y piedras, incluso quisieron encerrarlo en una botella porque lo confundieron con un espíritu perdido.

El niño huyó como pudo de los villanos (la gente de la villa) y sus pies lo llevaron a un desierto donde tampoco fue bien recibido, no por ser un niño sin rostro, sino porque a los habitantes de aquella tierra no les gustaban los forasteros.

Finalmente visitó una ciudad al pie de un castillo, pero nadie le miró, prácticamente era invisible para los ajetreados ciudadanos.

Llegó la noche fría y silenciosa, y el niño durmió con los perros que aquella hora se adueñaban de la plaza.

El niño tuvo miedo del mundo de afuera y se sintió triste por como la gente lo había tratado. A la mañana siguiente, cuando quiso volver al bosque se encontró con que el mapa no le servía y el secreto que le había contado la bruja solo lo podía usar para salir del bosque.

No tuvo más opción que volver al mundo de afuera, pero antes, mientras lloraba por su desgracia, construyó una máscara de madera para su rostro.

El niño vivió mucho años entre los hombres, pues con su máscara de madera nadie le temía. Y tanto tiempo pasó que el niño creció, sus manos de infante se volvieron manos de un joven y su cuerpo ya no era pequeño y escuálido. El niño que no era ya niño, se había vuelto un hombre sin rostro.

Llevó máscaras cada día de su vida y se acostumbró a ellas como los hombres y mujeres se acostumbran a sus rostros.

Una mañana una hermosa joven, de cabellos rojos y ojos almendrados, se acercó a la tienda de máscaras que el hombre sin rostro tenía en la villa.

- Ha pasado mucho tiempo niño del bosque, puedo ver cuánto has crecido.

El hombre sin rostro no podía recordar a aquella mujer aunque quizás su voz le resultaba conocida. Le preguntó, mientras tallaba una máscara, a dónde se dirigía y la mujer contestó que iba al bosque. Con amargura el joven recordó el lugar donde había nacido y la mujer casi en un susurro le preguntó:

- ¿No extrañas tu rostro niño de los árboles?

El hombre sonrió bajo su máscara de madera gastada y vieja, pero no contestó.

- Tu rostro es ahora el rostro de un niño que vive cruzando el mar, un niño que perdió el suyo en un incendio - dijo la mujer.

- ¿Y qué has ganado tú de ese niño? - preguntó el hombre sin levantar la cabeza de su trabajo.

- Su juventud. - respondió la bruja antes de marcharse de la tienda.