Todas las experiencias que viví en mi infancia, han quedado tatuadas en mi mente, o como diría una de mis mejores amigas que estudia la psicología humana: en mi memoria episódica. Tengo que reconocer que muchas de estas vivencias creo no recordarlas de forma consciente, pero mi voz interior, esa que me dibuja con palabras, de forma incansable, la historia de mis días; asegura que ahí están, y que han resistido con entereza todas las vueltas que ha dado el sol para mí.
Entre mis remembranzas preferidas están las tardes de verano con mi abuela materna. Tengo el total convencimiento de que en aquellas fechas, donde la idea de ser adulta resultaba atractiva, vivía yo las horas más deliciosas de mi existencia. ¿Cómo olvidar cada detalle? La brisa serena de las tardes de agosto después de una lluvia de estío, el sonido de la novela de radio de las 3, el café bien fuerte, el sillón con sus cojines perfectamente acomodados, el olor a fruta fresca que regalaba el naranjo del patio.
Pero de nuestros momentos juntas, lo mejor, después de sus abrazos, era escuchar sus anécdotas. Mi abuela me hablaba de todo: de sus vivencias de la niñez, de sus hermanos, de sus más secretas ocurrencias, y de toda la luz que llegó a su vida con el nacimiento de mi mamá (su primera y única hija). Pero ella también me hacía todo tipo de historias: creativas y únicas. En ocasiones, estas eran los cuentos clásicos que todos conocemos; otras veces, eran mis narraciones preferidas porque estaban cargadas de fantasía y surrealismo, y creo que eran gestadas por mi constante avidez de preguntar el surgimiento y el por qué de las cosas.
Yo tenía la costumbre de regalar flores a mi abuela. Cada mañana las tomaba del jardín de nuestra vecina Anita, que era una viejecita de cabellos blancos que tenía la huerta más linda del pueblo. Aunque me sería difícil describir con detalles ese pedacito de naturaleza, sí conservo intacto el olor a tierra húmeda de rocío en las mañanas, y un arbusto, del cual nunca supe el nombre, que poseía flores de matices cremas y moradas. Justo esas eran las que tomaba para ellas, incluso me atrevería a jurar que florecían solo para hacerla feliz.
Una vez quise saber el por qué Anita siempre decía que las flores tenían el mismo ciclo de la luna; que la fase lunar regía su nacimiento, crecimiento y sus períodos de máximo esplendor. Toda aquella relación me pareció muy rara, la luna estaba demasiado lejos, a miles y miles de kilómetros de distancia como para hacer tanta magia. ¿Estaría Anita en lo cierto? ¿O se trataba de una broma que me jugaba porque yo era solo una pequeña curiosa y preguntona? ¡Cuántas dudas!
Para mi tranquilidad mi abuela, tan sabia como siempre, me contó que el astro rey estuvo enamorado de la luna, pero que su romance era imposible por cada uno debía regir durante el día y la noche. Como prueba de su amor el sol, que era todo un caballero de sombrero dorado, creó las flores, delicadas y hermosas, y les dijo que por siempre serían el reflejo de la luna. Desde entonces, el sol observa cada día las flores para saber en qué fase está su amada.