El hombre despertó empapado en sudor, las heridas se habían fundido con el gélido suelo de piedra. Desgarrarse de esa piel pegajosa era una sinfonía de crujidos y quejidos. Al fin libre, enjugó las cuencas de sus ojos y su frente. Sudor y sangre. La sangre salpicaba cada rincón; ¿su sangre, acaso...? Imposible, en ese caso habría muerto.

Al reconocer su entorno, supo de inmediato dónde se encontraba: las catacumbas de animales. Había sido arrojado allí por los seres con talones agujereados, los que no entierran hombres sino bestias, una de cada tipo, hembra y varón, tantos como puedan, para repoblar... ¿cómo se llamaba aquel cielo en el que ellos creían? Bueno en todo caso, no importaba ya su reino celestial o sus animales. El hombre despejó su mente de nimiedades y se puso en pie. Mantenerse en pie significaba salud, o eso pensaba él. Si podía sostenerse, podía moverse, y si podía moverse, podía sobrevivir. Buscó su costado, pero no encontró la espada que siempre lo acompañaba. Sin embargo, en su bota yacía su daga, reluciente y hermosa, tramposa cual serpiente. Al empuñarla, sentía que se insuflaban fuerzas y coraje suficientes para avanzar en la penumbra donde se perdió. Caminó sin pausa, sin sentir fatiga, aunque algo le faltaba, algo que no podía identificar. ¿Era sed, hambre, dolor? O quizás era la combinación de todo ello, un enmarañado brote de desasosiego.

Al final del pasillo, divisó una luz rojiza y danzante, luz de fuego. El rojo anaranjado, cálido y estremecedor, el color más fascinante que había visto jamás. Aunque ahora su "jamás" se reducía al tiempo que había estado andando entre penumbras.

Se vio compelido a avanzar hacia la luz, pero cuando el crujir del fuego era más audible, casi palpable, una sombra se interpuso en su camino: otro hombre, semejante a él en apariencia, vestido igual, de su misma estatura y con una daga como la suya. Ese hombre habló en voz baja, como él hablaba siempre, y le pidió:

—Marcha, no estás listo para continuar.

El hombre reflejo lo miraba con desdén, con decepción, como si sintiese repugnancia de sí mismo y de ese que igual. Él se mantuvo quieto mirando el reflejo que a su vez le miraba con asco, era como si su propio rostro lo observara con penetrantes aquellos ojos grises. Las llamas dibujaban sombras en el rostro del otro y aun así él pudo ver todo lo que vio, o quizás lo veía porque sabía sin lugar a dudas que aquel hombre era su reflejo hecho carne, salido de un espejo o de la superficie quieta de una tina.

Un escalofrío lo recorrió. Su esencia parecía duplicada y cobrando vida, desafiándolo en un silencioso enfrentamiento. Le temía como le temía a sus peores pensamientos e instintos, como le aterraba la incertidumbre. Sintió que la energía que lo sostenía vacilaba, como si el otro poseyera una fuerza indomable. No, no era indomable, era simplemente él, pero sin miedos.

Pero en medio de ese enfrentamiento de voluntades una chispa de reconocimiento cruzó los ojos del doble. En lugar de desafío, asomó una expresión de profunda tristeza. Aunque fueran iguales en apariencia, aquel ser frente a él había recorrido un camino más largo y oscuro en dirección contraria, con destino a ninguna parte, solo habían animales muertos en esa dirección.

El doble alzó su daga y retrocedió, prometiéndole un duelo justo, en su otra mano sostenía una corona de plata que imitaba hojas y ramas de un árbol, el hombre no la había visto hasta que la llamas repiquetearon en su superficie. Parecía afilada, y lo era. Despacio dio algunos pasos hacia su reflejo vistiendo aquella armadura negra.

—Me niego a aceptar que estés aquí —dijo el reflejo que comenzaba a irritarse.

Pero el hombre ya no escuchaba a su otro él, solo oía el fuego, el fuego que parecía estar tan lejano de las cosas muertas y malas, que parecía tan sano y mágico, tan divino como un soplo de vida. Solo quería entrar a la habitación y sentarse junto al fuego, solo eso y triunfaría. El doble se giró y miró hacia donde el hombre observaba, y por primera vez en su vida, el hombre se vio a sí mismo de espaldas, con la capa roja y la cruz negra en el centro.

—El fuego no es lo que parece —dijo el reflejo, pero el hombre dio otro paso, y otro, y otro más. Pronto estaría dentro.

Con un fugaz movimiento, el doble clavó la corona en el rostro del hombre. Un dolor frío, como si le hubiesen disparado con espinas de hielo lo invadió, tan intenso y martirizante que las lágrimas brotaron de sus ojos antes de que pudiera reaccionar. Quiso gritar, pero se dio cuenta de que no podía. Le faltaba algo, algo que solía tener desde que fue consciente de su cuerpo y su mente. Le faltaba la lengua, y ahora se daba cuenta.

El reflejo arrancó la corona de su rostro, que se desprendió entre crujidos de huesos rotos y piel rasgada. El hombre miró a su otro con ojos llenos de angustia y confusión. Su rostro estaba destrozado e imaginaba sangre tibia brotando de su mejilla y manchando su túnica roja como una espantosa máscara de sufrimiento. Estaba casi seguro de que aquel calor era el preludio de un charco sanguinolento carmín, casi negro. Intentó balbucear palabras, pero solo pudieron escapar gemidos ahogados.

El doble permaneció impasible ante el dolor de su contraparte. Sus ojos brillaban con una mezcla de determinación y desprecio. Lentamente, levantó la corona en sus manos y la observó detenidamente antes de lanzarla al suelo con fuerza. El sonido metálico reverberó en toda la habitación.

—¡Levántate y pelea!

El hombre se puso en pie, pese al dolor. Agarró su daga y, sin darse cuenta, se lanzó contra su clon. Ambos lucharon con una ferocidad y destreza que parecían sobrenaturales. Los movimientos eran precisos y rápidos, reflejando años de entrenamiento y experiencia en combate, estaban casi igualados.

El sonido de las dagas chocando llenaba la habitación, resonando en las paredes, el fuego apagándose, el dolor ausente. La adrenalina tomando el control, evitando que cualquier molestia física detuviera el combate. Solo existía el enemigo frente a él y la necesidad de ganarse su lugar, ya no por el fuego, sino por sí mismo.

Los minutos se amontonaron para formar horas, o al menos así lo sentía el hombre, hasta que finalmente acertó en el abdomen de su enemigo. Ambos se enfrentaron con la mirada, jadeando y empapados de oscuridad, el doble con los ojos abiertos como platos, y él, con la sensación palpable de su inminente desintegración, como si la forma de aquel 'otro él' pudiera desvanecerlo.

—Me niego —musitó el reflejo antes de que la sangre brotara y salpicara ambas bocas, que estaban tan cercanas casi como las de un beso. La daga se hundía en la herida entre la corteza de la armadura y la pelvis, empujada por el peso del cuerpo del otro, del falso hombre. El verdadero lo apartó de encima sin ver más que los torbellinos de su propia mente, y el reflejo cayó con un sordo golpe contra la roca, un último suspiro, una última queja, una última negativa.

La batalla había durado hasta que el fuego de la chimenea y las antorchas se habían consumido por completo. No quedaba razón alguna para permanecer en aquel lugar, ni siquiera la promesa de la calidez del fuego, en caso de existir.

"Hablar es casi innecesario" —pensó el hombre y continuó su camino por las catacumbas. Dos veces a la izquierda, dos veces hacia adelante y una vez a la derecha. Repetía el patrón; no estaba seguro de si funcionaría, pero un hombre que alguna vez fue adorado por todos le había contado que las salidas de los lugares siempre estaban dos veces a la izquierda, dos veces al frente (en el caso de no haber un camino adelante, se seguía a la izquierda) y una a la derecha. La izquierda era importante porque es el lado del corazón, y la gente siempre tiende hacia el corazón, así que en caso de dudas siempre era mejor ir a la izquierda.

En esencia, él hombre era un perdido, y los hombres perdidos recurren a la fe antes que a la lógica. Y su fe era grande, siempre lo había sido, tanto que aquel consejo lo sacó del laberinto de animales muertos. Era de noche en aquella parte del mundo, para su desgracia, pues él relacionaba la desdicha con la oscuridad y la paz con la luz. El fuego era ese punto medio entre ambos mundos. El fuego era esperanza.

La oscuridad era densa y atrapaba al hombre en su abrazo sombrío, lo cegaba casi por completo. Las nubes permitían de vez en cuando que un aro rojo bordara la noche. Supuso él que la Luna Negra cubría a la Madre, profanándola con un tinte carmesí. "Un charco ensangrentado en el firmamento" —pensó y le sorprendió que aquella idea no le desagradara tanto. El aro brillaba, malvado y solo en el tapiz negruzco sobre su cabeza, a veces aro, a veces nubes.

Se detenía a descansar cada pocos kilómetros, más por imperativos de razón que por la necesidad de su cuerpo. Avanzaba a través de un bosque de árboles gruesos de ramas retorcidas y espesas, donde la luz del aro se desvanecía en pequeñas motas rosadas a lo largo del sendero.

Finalmente, después de mucho deambular, llegó a un pueblo que olía a fuego y carne quemada. Reconocería el olor de la carne de cerdo, de faisán, incluso de buitre, pero en aquel lugar percibió un hedor que no provenía de ninguna bestia. Consideró rodear el pueblo, pero sus murallas, altas como dos veces él, se extendían hacia el este y oeste hasta donde alcanzaban sus ojos. Así que, por necesidad más que por motivo, entró.

Recorrió las callejuelas vacías, entre los restos de comida abandonada por gente que había huido desesperada de los puestos de venta, del interior de las casas y de los locales. Casi podía ver una estampida de hombres y mujeres corriendo todos en un mismo sentido, alejándose del centro de la ciudad, “porque el centro de la ciudad apesta, ¿verdad? Han estado jugando con fuego, ¿verdad?”

Mientras las moscas revoloteaban en un número cada vez más abrumador, el hedor de la carne humana calcinada se intensificaba. Un sonido espantoso en un pueblo espantoso que olía a espantosa masacre. Si el hombre hubiese tenido lengua, habría elevado sus plegarias en voz alta, invocando a los dioses verdaderamente bondadosos que él conocía, en busca de protección.

En la penumbra de aquel pueblo, las sombras se movían con agitación, como si escondieran secretos entre sus oscuros pliegues, sombras que no temían a la luz del fuego que ardía en aquel lugar, obscuridades que no sabían que existía el sol. El hombre, se adentró más en el centro de la ciudad, donde el aire se colmaba de un vaho nauseabundo y otra vez deseó tener lengua para mandar a acallar los susurros que provenían del fuego, las tinieblas y el cantar de las moscas. No sabía, hasta ese instante, que su nariz era un receptáculo tan sensible y complejo. La putrefacción olía dulce, tan dulce que aborrecía.

Un fuego traicionero que él no quería tocar se alzaba en medio de la plaza, una hoguera que en cualquier momento se derrumbaría en cenizas y carbón. "El fuego no es lo que parece" pensó, aunque lo habría dicho en voz alta de haber podido. El murmullo se había convertido en su única compañía, interrumpido únicamente por el repugnante zumbido de las moscas, un recordatorio de que aquel lugar ahora era un reino de muertos. Algunas de esas moscas cantarinas se le pegaban al cabello sucio y enmarañado, pero ninguna al rostro, ¿acaso no les gustaba su sangre? ¿Qué sangre?, no había sangre en ese rostro joven y deforme donde la plata hizo estrago. Eso le decían sus dedos, pero su mente dedujo que sí estaba ahí, solo que reseca y debía de ser por eso que las moscas no lo preferían. Mejor qué su rostro era su cabello grasiento, las frutas podridas y lo que fuese que se hallara bajo los escombros de los edificios calcinados.

De repente un grito rompió el silencio y sus pensamientos sobre moscas, un gemido de placer y jubilo emergiendo de entre las oscuridades. El hombre giró su rostro, buscando la fuente de aquel aullido, pero todo lo que encontró fue el vacío y el sonido de su propia respiración que se agitaba de miedo. Pero la incertidumbre no tardó en quebrarse, un nuevo gemido, una carcajada, una vez su nombre y luego de nuevo otro gemido, lo guiaron al fuego, al medio de la hoguera coronada por una viga de madera.

—Nemerya - dijo la voz —te estaba esperando Nemerya, todas te esperamos.

Los dientes de Nemerya comenzaron a castañetear de forma incontrolable, preso de una angustia asfixiante, mientras susurros alegres se alzaban desde la oscuridad. Del fuego, sombras esbeltas comenzaron a emerger, figuras femeninas que se deslizaban hacia el centro de la conflagración, solo vestidas solo con su piel y sus cabellos, bailando alrededor de la hoguera como llamas de muchas antorchas.

Nemerya, cuyo nombre de nacimiento ya apenas recordaba, no retrocedió a pesar del miedo creciente, arrastrado por instintos más primigenios que la lógica misma, como lo era la fe para los hombres perdidos, se acercó a las llamas, casi tentado a tocar su calor abrasador, solo para ver cómo se extinguían de golpe, y todas las figuras desaparecían en la oscuridad, como si ahora fuesen ella las miedosas. La hoguera se desplomó con estruendo levantando una nube de polvo, y los ecos de risas, susurros y el canto de las moscas se disiparon en un silencio que coagulaban el espíritu de un dios.

Algo se retorcía entre los restos de la hoguera y Nemerya se aproximó cauteloso, no había fuego o madera en llamas. Observó el contorno de una mujer pequeña en medio del hollín, con su cabello calcinado convertido en una pelirroja maraña. A punto de dirigirle algunas palabras, el hombre descubrió, por octava o novena vez, que no podía hablar. La mujer, en suspenso entre sueño y agonía lloraba y se encogía y al extender su mano hacia ella, un roce mínimo con su piel ardiente la despertó enardecida de ira levantando una nueva nube de cenizas con sus manos, retorciéndose como una bestia en la oscuridad, ágil y confiada como los gatos a media noche, con una espinosa columna curvada marcada por huesos puntiagudos que parecían a punto de romper la piel.

—¿¡Cómo te atreves, bestia!? ¿¡Cómo osas adentrarte en mi casa y pretender engañarme, profanar mi existencia con tu aliento maldito...!? ¡maldito! ¡Busca sangre! —bramó la mujer y su voz retumbó en las grietas de los edificios. El hombre, forzado al silencio, empuñó su daga mientras se convertía en testigo único de cómo la figura transformaba sus rasgos de niña, en los de una criatura infernal. Nemerya observó atónito cómo sus dientes se afilaban y sus manos mutaban en garras bajo la luz del aro rojo y tuvo la certeza de que la ira movía aquel extraño cuerpo. El hombre no recordaba haber visto sus costillas y espalda marcadas con hematomas, ni tampoco unos ojos horriblemente grandes para esa cabecita, sí se había transformado y no era un efecto óptico del fuego; para él, aquella era su forma verdadera, una figura hecha para y por la ira.

Se movió con sigilo, rodeándola con la daga en posición de ataque, sin apartar la vista de la rabiosa. Ella sin embargo con sus ojos grandes cruzados por una línea vertical que se hinchaba para dejar entrar la luz, halló la oportunidad perfecta y deslizándose sigilosa efectuó un ataque contra el cuello de Nemerya. El hombre en un intento desesperado por defenderse, blandió su daga con ferocidad, luchando contra la oscuridad que lo rodeaba, pues el aro se había ocultado tras las nubes y el fuego había huido de nuevo.

En medio del forcejeo, el ser se abalanzó justo contra el filo de la daga al tiempo que mordía el cuello del hombre, sus ojos inyectados en sangre destellaron en la penumbra. El filo de la daga cortó la piel y desgarro los órganos. El cuerpo de la criatura cayó al suelo en susurros agónicos, gritos de una ira demasiado vieja que se fue apagando a medida que la sangre alimentaba el suelo de baldosas de piedra gastadas por el transitar.

—Tenemos hambre —dijo con voz de una mujer joven, demasiado joven.

La plaza cayó en el silencio cuando la criatura se hubo cansado o muerto; como si la propia oscuridad hubiera cobrado lo suyo.

"Tuve suerte" se dijo el hombre mientras observaba atentamente el cuerpo abatido de la rabiosa desfalleciendo en las sombras, sangrando. Su mente se debatía entre el alivio y el horror, y de pronto sed, una envestida de sed, sed de aquella bestia-mujer, la sed era un hombre a caballo, un jinete a su lado, con una espada y una máscara roja espinosa, el jinete de la sed lo obligó a arrodillarse junto a la rabiosa y le ordenó beber y él lo hizo, estaba poseído, quería prenderse de aquel manantial rojo, pero ¿Dónde estaba su humanidad? En un instante de lucidez, se apartó de un golpe, debatido entre su razón y aquel jinete que había desaparecido. "No, no soy una bestia... soy un hombre de bien, considerado sabio entre los míos, justo entre los rectos" —murmuró la voz de su mente tratando de hallar su propia redención en palabras huecas, de nuevo deseó poseer lengua.

"Es porque no tengo sangre" —se dijo cargado de dudas y autodesprecio, justificando su sed. Sus dedos, manchados de carmesí, acariciaron su rostro antes de alzar la mirada al cielo, cuyas nubes ocultaban su fuente de luz.

Finalmente, abandonó aquel pueblo, adentrándose en un camino árido flanqueado por ruinosas edificaciones. Su rumbo se vio interrumpido por una alta pared, una muralla más bien; hecha de ladrillos donde brillaban millones de puntos rojos. Nemerya supuso que habían utilizado arena rubiosa del desierto de Esden, un lugar tan virgen y salvaje que superaba incluso a la isla de los hombres con agujeros en los talones, y era más indómito que Ultramar.

El hombre siguió la muralla hasta un lugar donde se aglomeraban personas, vio el tumulto de lejos, los cuerpos cubiertos de harapos con las cabecitas encima eran pequeñas figuras en el horizonte. Apresuró el paso porque aquel grupo de personas le daba esperanza, era como el fuego, aunque ahora el fuego no era más su aliado. Le dolía el cuello, había sentido como aquellos dientes se le clavaban, pero lo que más le martirizaba, lo que no podía sacar de su mente era el aliento de la rabiosa, aquel olor se había quedado habitando sus fosas nasales y hasta ahora no había sido consiente del dolor y el hedor de muerte que cargaba.

Al acelerar el paso, el corro se redujo a seis o siete personas, luego a tres o cuatro, y finalmente, a menos de 200 pasos del lugar, el último ser se esfumó. Cuando estuvo frente al portón solo quedaban las marcas de las huellas y un silencio que volvía a trancarle la garganta. El silencio era otro jinete, un jinete con mascara blanca sobre la parte inferior de su rostro, observaba con ojos asustados, miraba a todos los lugares de forma desesperada, escudriñando la oscuridad, llevaba los párpados cosidos a las cejas y no podía hablar, era sin duda el más desdichado de los que cabalgaban, obligado a verlo todo, pero callar hasta la risa.

Al alzar la mirada al cielo, notó que el aro no mostraba señales de haberse movido en lo más mínimo, antes de que la inquietud se arraigara más, sus ojos se posaron en la estatua sobre el portón: la escultura de un hombre enfermo con la boca entreabierta, contemplando el firmamento con terror. Sus manos, sujetas al pecho, como si dispuestas a orar, pero en este caso, amarradas por una cuerda que envolvía su torso, inclinado ligeramente hacia adelante. La expresión de la estatua por sí sola era macabra, pero no se detenía ahí. Desde las costillas hacia abajo, solo había huesos, algunos tendones y retazos de piel, un hombre descomponiéndose en vida, atado y...

—El hombre miedoso, el desesperado, el hombre que intercambió su carne a la muerte—, resonó una voz proviniendo de un montón de harapos a pocos pasos de Nemerya, un ser encorvado y claramente envejecido.

Por supuesto el hombre no pudo responderle al encorvado, pero se quitó de su camino.

—La puerta de Deogas, siempre requiere un pago para entrar y el doble para salir —. Continuó el andrajoso antes de caer pesadamente sobre la arena, como si tropezara, aunque en realidad fue un gesto voluntario. Con desesperación, sus manos comenzaron a escarbar en la arena, como si temiera que alguien pudiera robar lo que estaba a punto de depositar. Cuando hubo cavado al menos una carta y media arrojó algo visiblemente pesado al interior del hueco antes de taparlo.

—Es un negocio, un trueque —murmuró el jorobado antes de continuar su marcha hacia la puerta.

El hombre vio como el portón se abría el espacio y el tiempo suficiente para que el otro se metiera por él. En el suelo eran evidentes los recién tapados agujeros, donde la arena desplazada no alcanzaba a rellenar. De algunos sobresalían objetos punzantes y metálicos, sobre otros se posaban moscas, guardianas del jinete de la mortandad, un jinete al que Nemerya no quería dar rostro.

¿Qué podía ofrecer uno como él, sin más que su armadura y su daga? “Y sin sangre, no te olvides que no tienes sangre”.

Despacio, como si fuese la última vez que fuese a hacer algo así, abrió un agujero en el suelo, pequeño pero profundo. La arena se acumulada contra sus muslos y la que el viento levantaba se le metía a los ojos. Su parte de hombre sensato se sorprendió experimentando un éxtasis inquietante mientras reflexionaba sobre el sacrificio y el intercambio que estaba a punto de realizar.

Muchos hombres como él, millones de ciclos atrás se habían postrado frente al portón del Hombre Miedoso para entregar algo de valor verdadero. Ese era el precio: no se trataba de lo superfluo, ni lo heredado, mucho menos de lo que sobraba; únicamente era un pago justo aquello genuinamente importante.

¿Qué puede hacer un hombre sin ojos o manos? Seguramente poco más de lo que lograría un infante o un animal sin facultades pensantes. Es por eso que los ojos y las manos son valiosos, y los pies, por supuesto, resultan imprescindibles. La lengua, en comparación, parece algo banal, ya que uno puede actuar sin necesidad de las palabras, e incluso sería mejor hacerlo de esa manera. Los héroes más grandes han arrancado sus lenguas para no ensuciar su imagen con palabras desordenadas e insulsas.

Nemerya no tendría la osadía de ofender a la Puerta de Deogas ofreciendo una simple daga asesina, ya que, aunque pudiese ser importante, no resultaba de indispensable trascendencia a su ser.

Por ese motivo y otros que no podría explicar decidió entregar su mano derecha, porque la izquierda era su mano buena y además la mano del corazón. Dos veces a la izquierda, dos veces hacia adelante y una vez a la derecha. Primero retiró el guante, y luego el dolor. No anticipó lo agudo y penetrante sería el dolor, pero una vez comenzado, no podía detenerse, no quería. Lo peor fue sentir el hueso batiéndose contra la hoja de la daga, desatando un tormento que escaló por su brazo, tensando su mandíbula. Por momentos creyó que no lo conseguiría que se iba a desmayar, que no era capaz de mutilarse a sí mismo como a otros. Era lógico, pero su mano buena nunca titubeó a pesar de que su mente vagaba por los callejones más oscuros de su subconsciente. Los peores recuerdos se levantaban de los sepulcros donde él los había clavado. Incluso había enterrado en una bóveda recién construida el momento en que los salvajes sin magia le habían dejado desangrarse, ese recuerdo también había sido enterrado por orden urgente del Nemerya encargado de organizar recuerdos y clasificar experiencias, uno más anciano que se sentaba tranquilamente sobre un montón de pergaminos y libros a medio escribir, allí hacía del baño también, sobre aquellas memorias. Recordó, contra la voluntad de aquel guardián de sus recuerdos, como los del talón hueco había bebido de su sangre 'mágica' con la fe de que aquel fluido les devolviera sus poderes.

Nemerya escuchó como caía su extremidad de codo en adelante y luego sintió la daga serrar el aire y posteriormente la arena, recuperó el control y dejó de ver aquellos infinitos pasillos de su memoria y al hombre defecando sobre los pergaminos mal escritos. Observó el agujero, seco, como si hubieran dejado en él una piedra tallada. No había sangre, pero sí dolor, oh, el dolor. El último jinete, y también el primero, estuvo allí cuando despertó en las catacumbas, cuando la corona impactó en su rostro, y luego cuando la rabiosa mordió su cuello; sin embargo, hasta ahora había ocultado su rostro, uno joven y grácil, hermoso cual dama, el rostro de alguien que disfruta del sufrimiento con una sonrisa hipócrita y repugnante. Odió esa sonrisa tanto como odió el estremecimiento de su propia carne, palpitando como si su corazón se hubiese trasladado al hombro.

Estaba vivo por un milagro de los dioses, vivo por un motivo. Con la arena que había movido cubrió mano y daga y como a otros miles antes de él, tampoco le alcanzó la arena. La puerta se abrió despacio y el hombre entró por ella.

Nemerya no era un hombre de rendirse, pero estaba cansado, lo más cansado que un hombre podría estar y a su espalda los cuatro jinetes se regocijaban. Del otro lado de la puerta lo esperaba un lago de agua espesa como sangre coagulándose, pero no era sangre en absoluto, solo agua fétida, lo supo porque no le aplacó la sed como la sangre de la rabiosa. Y cuando la sed, el dolor y el silencio se unen la mortandad entra en el cuerpo y en la mente, vuelca el alma contra sí misma y hasta los hombres más sabios y valientes, lo más buenos y justos pierden la fe.

Nunca se había sentido tan sumido, ni siquiera cuando fue arrojado a las catacumbas subterráneas de animales. El camino que le aguardaba no difería en nada del que había dejado y los jinetes tras la puerta se volvían más reales, menos productos de su fantasía.

"Tienes mucha imaginación", —le había dicho su madre una tarde, mientras paseaban por los jardines de una fortaleza. Él lo tomó como un cumplido, sin considerar que a veces su imaginación le apuñalaría los sentidos.

Después de no poder beber de aquella agua porque, además de espesa, sabía a pura mierda, Nemerya se quedó a la orilla, tumbado, contemplando el aro rojo que jamás se había movido dando paso a las lunas brillantes nocturnas que alumbraban el cielo del mundo del que venía. Se preguntaba dónde estaba. Quizá era un sueño, un sueño demasiado vívido, y al despertar, se encontraría, seguramente, en las catacumbas. Quizás su expedición a la isla de los seres sin magia también era parte del sueño, y al despertar estaría en su cama, rodeado de todas las comodidades propias de la nobleza. Tal vez despertaría en el regazo de alguna mujer bonita, quien le acariciaría los rizos y le cantaría canciones de otras tierras lejanas a Eldora. Quizá, si se rendía al sueño, despertaría en casa.

Fue un canto dulce el que lo arrancó de su ensueño, un canto que sin duda habría irritado al jinete del silencio, incluso lo habría hecho huir. La voz resonaba por doquier, provenía del centro de la laguna, donde una mujer con un vestido turquesa y cabello turquesa trenzaba algas.

—Vaya tontería, trenzar algas-, murmuró el hombre arrastrándose hacia la orilla. La mujer lo miró con ojos de asombro, luego sonrió y continuó su canción, como si nadie la observara.

Poco a poco, Nemerya se adentró más en el lago, primero a gatas, luego de pie, con el agua al pecho. Fuegos fatuos danzaban sobre el lago cristalino y el olor, aquel hedor a muerte, había desaparecido. Temía no alcanzar a la musa del lago o que dejara de cantar y que el jinete del silencio entrara en escena. Luego vendría el dolor, la sed, la muerte.

La mujer cantó hasta que el hombre estuvo a su lado, lo miró detenidamente, acariciándole el rostro. Su tacto era suave como terciopelo al rozar sus mejillas, su cabello, su cuello, aferrándose a su cuello apretándolo, hundiéndolo en el agua, impidiendo que aire entrara en sus pulmones, el hombre mutilado apenas podía defenderse, apenas podía nadar. Veía el rostro de la ninfa enfurecido coronado por el aro rojo del cielo. Los harapientos de la puerta tiraban de él y él se aferraba con su mano sana. Se aferró hasta que el aire abandonó sus pulmones, expulsado por las turbias aguas. Nemerya se entregaba al fondo, cuando una nueva fuerza lo sacudió en sus sueños y despertó; un chispazo de dolor en su brazo mutilado le había hecho volver a la realidad, una que le consolaba si la comparabas con su pesadilla anterior.

Escuchó la voz de sus sueños y miró al centro de la laguna. No encontró a nadie; el cántico parecía venir de muchos lugares y de ninguno a la vez. Se puso de pie, decidido a alejarse de la laguna, porque estaba seguro de algo: los harapientos estaban en el fondo de ese charco de agua podrida.

El hombre no buscó la voz, no después de soñar que lo ahogaba, sino que se metió en bosque, el bosque más espeso y húmedo que jamás pisó. No había jinetes mientras la canción se oyese, eso era un consuelo, pero se mantenía alerta, la voz quería algo de él. El hombre se detuvo en un claro, las nubes cubrían el cielo visible. Se sentó en un tocón y tuvo ganas de llorar, el efímero consuelo que halló al despertar se había desvanecido. El agua quería ahogarlo, el bosque quería tragarlo en su espesura, digerirlo. Era como si sus jinetes en lugar de mancharse se transformaran en otros distintos para embaucarlo.

“Sin salida” —pensó el hombre.

—Siempre hay salida —le respondió una voz, el hombre buscó de donde provenía pero no la halló, porque la voz le hablaba desde su mente.

—Pero soy real —dijo la voz nuevamente—, estoy aquí, búscame en suelo.

Nemerya escudriñó el suelo del claro, pero no vio nada, ni una criatura pequeña, ni un culebra, ni una ninfa.

—Bajo la tierra —dijo la voz.

Y allí yacía, oculta bajo una capa de tierra negra, helechos y raíces, solo unos dedos afloraban a la superficie, dedos semejantes a hongos, incluso con tintes verdosos. Nemerya desenterró raíces y tierra hasta dar con el semblante de una joven. Parecía muerta, pero aquello carecía de sentido, los muertos no hablan.

—No me saques de aquí, no es necesario, yo ya lo he aceptado.

—¿Quién te ha hecho esto? —inquirió el hombre mentalmente, y ella le respondió de igual forma.

Yo lo hice, yo he sido.

—¿Y qué es lo que has aceptado?

—La muerte —respondió ella y sus palabras se sintieron frías, dolientes.

Entonces, la figura del jinete de la mortandad embargó la mente del hombre, y este se enfureció al percatarse de que el jinete lucía su propio rostro.

—En el mundo de los muertos, los muertos no pueden morir —murmuró la voz— Este es el final del peregrinaje, el valle donde descansar. Acéptalo y serás libre.

—No le tengo miedo a la muerte.

—Ni siquiera eso te habría salvado. Si el valor preservara, habrías vivido para siempre.

Sin embargo, él no deseaba ser salvado; no quería dar por concluido su camino, no quería haber llegado tan lejos para aceptar que sí, que estaba muerto, que había muerto sin sangre en el cuerpo y luego lanzado a un hueco donde depositaban ofrendas a los cielos y los dioses unos dementes de talón agujereado. Si no era más que alma lo peor que le podía ocurrir era errar por aquellas tierras sin nombre y sin rey, y así sería.

Decidido, el hombre se puso en pie, apartándose de aquel cuerpo que parecía más parte del bosque que de sí mismo. De haber dejado que los jinetes profanaran aquel momento, habrían ingresado únicamente para postrarse ante él, para besar sus botas y su mano indemne y tal vez también el muñón.

Nemerya —murmuró la voz, él la escuchaba pero no miró al suelo— Buena suerte.