En las primeras luces de los tiempos, cuando el mundo aún era joven y nuestros Dioses Desgajados no habían nacido, existieron seres de un poder inimaginable. Entidades primitivas de pura esencia, capaces de moldear la realidad con su sola voluntad. Su poder eclipsaría a los dioses que llegaron después, pues ellos eran los cimientos del mundo, la fuente de donde brotarían todas las cosas y al final de sus días, las cosas volverían a ellos, para renacer una vez más.

Parte Primera: La Cosa

La Cosa existió antes de todo y todos, existió cuando el mar cubría la tierra y antes de eso, cuando las ciudades se alzaban como baluartes de las hazañas de los viejos seres, los llamados ahogados. La Cosa dormía en ese entonces y fueron los errores de los antiguos y su ambición quienes la despertaron. Surgió de las profundidades y tapó todo con su oscura marea. Dio fin a la ambición de los viejos y a sus reinos enchapados en oro y plata. Les quitó todo, lo que necesitaban y lo que no. Y los desterró al fondo del mar donde los mortales de la tierra no podían vivir. El mundo se sumergió en agua y destrucción, y para La Cosa entonces todo estaba resuelto, así que decidió que era el momento de descansar y dejó al Caos al mando del mundo.

La Cosa sumerge todo rastro de civilización

Pasaron los ciclos uno tras otro, pero nadie estaba para contarlos, hasta que llegó el tiempo en que el Caos, que se movía de manera desordenada sobre y bajo el mar, se acercó a los dominios de La Cosa y vio cómo sus peores sueños le atormentaban en el letargo. El Caos se apiadó y se llevó consigo los sueños, y algo más, que La Cosa había dejado libre. Las quimeras de La Cosa eran tan terribles como La Cosa misma, o quizás más, pues eran los motivos de sus miedos y quejidos más intrínsecos. El Caos sintió temor de que aquellos sueños pudieran romper el orden que había impuesto La Cosa, así que encerró a las pesadillas, y algo más, en un cuerpo mortal y lo condenó a dormir en el corazón de un volcán sumergido.

El Caos moviéndose libremente.

Parte Segunda: Ánima

El mundo se asfixiaba en una marea negra de espuma de plata. Un mar embravecido, invocado por los pecados, se alzó sobre los reinos de las soberbias mentes que regían sobre la tierra. En un abrir y cerrar de ojos, solo quedaba el vasto mar y un aire denso y oscuro, impregnado de cenizas.

La quietud y el silencio solo eran sorteados por el incesante y solitario andar del caos, durante los miles de ciclos que duró el orden. Hasta que llegó el tiempo en el que algo apareció sobre el agua, una isla de masa rocosa y volcánica que ardía sin cesar y rugía como los dragones de antaño. Una formación nacida de una marea que circulaba en sentido contrario o un deslizamiento de tierra fuera de curso. En el centro de la delta, en medio del calor abrasador y la lava incandescente, yacía dormida una única forma de vida desafiando a las tinieblas y al humo.

El Ánima

Este ser, dotado de cognición en un mundo desolado, tomó conciencia nada más despertar y se apoderó de la terrible carga de devolverle a la realidad su antigua esplendidez. La criatura, que no se conocía más que a sí misma, estaba creada de la esencia misma de La Cosa, pero no lo sabía, no conocía al sombrío ser que dormía bajo las terribles aguas.

La criatura, en un arranque de infinita bondad, ofreció sus alas a los vientos, despojándose de su capacidad de volar a cambio de limpiar el aire viciado de cenizas. Luego, después de mucho andar sobre la roca ardiente y áspera, se arrancó los ojos de las cuencas y los sembró en la tierra estéril. De ellos nacieron los primeros brotes verdes como las esmeraldas que se extendieron hasta los confines de la isla; al sur, al norte, al este y al oeste, no quedó lugar que el verdor no conquistara.

El Ánima sacrifica sus alas.

Más tarde se acercó al mar y este le aulló con tal aberración que el ser supo que el mar era malo y que su propia presencia le molestaba. Para él, extendió las manos y purificó la marea negra y envenenada que rodeaba la isla. Allí quedaron sus dos extremidades y su voluntad, para que el océano inmundo no se acercara jamás a sus dominios recién conquistados.

Luego de andar con la espalda hacia el mar, la criatura pensó en dar algo más, algo bello, así que destinó su piel para crear la bóveda celeste más hermosa que jamás nadie pudiera ver, compuesta de 7 astros mayores que ordenaban el tiempo, y centenares de puntos de luz esparcidos en la lobreguez eterna.

Poco a poco se iba despojando de cada parte de su cuerpo para devolver la gloria a aquel mundo condenado. Y cuando solo quedaba su corazón palpitante, lo ofreció con devoción a la creación misma, desgarrando su vibrante órgano para que brotara de él una nueva forma de existencia. Con ese acto final, el ser quedó reducido a un mero espectro y su alma convertida en parte misma de la vida, el principio de todo lo que habita sobre la tierra.

El corazón del Ánima antes de convertirse en Vida.

Desde entonces el Ánima encarnada en todo lo que vemos y lo que no, menos el mar, gobernó con mano implacable sobre los seres que emergieron de su pecho, y sobre los hijos de estos seres, y los hijos de los hijos hasta el infinito no calculable.

Parte Tercera: El Receptáculo

La Cosa despertó y encontró que el caos ya no cuidaba de su orden, entonces gritó de furia y soberbia, un aullido que quebró las aguas y una tormenta se arremolinó sobre su lecho. El aire, la tierra, las estrellas y trocito de mar habían sido salvados. La Cosa no tardó en percatarse de que algo más había cambiado, algo le había sido arrebatado mientras dormía: su alma. Cuando decidió emerger descubrió que su orden había perdido la batalla ante un ser que tenía algo de La Cosa, pero que no llegaba a serlo, una anti-Cosa hecha de caos y de parte de sí mismo. Aquel nuevo ser todopoderoso no tenía cuerpo que La Cosa pudiera romper, sino que estaba hecho de creación misma. El orden impuesto se había quebrado y La Cosa no era más que un cascarón vacío, un hueco, una vana vasija. Ya no era una Cosa, sino un Receptáculo y declaró la guerra al espíritu que había creado lo que él había destruido con desmesurado placer, y ordenó devolver al mar todo lo que del había arrancado. El Ánima se negó, ahora tenía una creación que amamantar, y el Receptáculo juró destruir la creación y al creador, para volver a estar entero y traer al mundo el orden deseado.

El Receptáculo aúlla al descubrir el desorden.