—¿Y allá? —preguntó el forastero, escupiendo al suelo. Había tanto silencio, tanta quietud que se escuchó no solo el sonido con los labios y la boca, sino también el de la saliva estampándose contra la tierra reseca.

El viejo masculló, con la boca llena de una hierba apestosa. No levantó la vista para ver al forastero, su aspecto no le importaba, nada en ese hombre oriundo de otras tierras le interesaba—. Allá, muchacho, no hay nada más que arena negra y húmeda y el viento silbando entre los picos.

El forastero mojó el papel de liar con la punta de su lengua y comenzó a enrollarlo sobre sí mismo con el tabaco dentro, estaba tan acostumbrado a hacerlo que habría podido con los ojos cerrados—. ¿Qué hay de las caravanas? ¿No llegan al otro lado?

Su voz tenía un dejo sureño, un eco de las tierras donde las máquinas reinaban, feroces y humeantes monstruos de metal con una conciencia propia, pero sin alma. Para el viejo, nada sin alma debía existir, mucho menos controlar—. Nadie va al otro lado; nadie viene —hizo una pausa para succionar el sabor de aquella vieja bola de hierba que masticaba—. Esas no son montañas comunes. Son los Seis Picos del Diablo y no es un lugar para los vivos.

El Forastero

El forastero encendió su cigarro, dejando salir una bocanada de humo que se disipó en el aire fresco de la tarde—. Si saben que es tan peligroso, es que alguien ha vuelto para contarlo.

El viejo apartó el humo con la mano. Aspiró el aire, llenando los pulmones con aquella peste de bosque en llamas—. Algunos han regresado, claro está… pero no son los mismos.

El forastero frunció el ceño—. ¿Qué quiere decir con…?

—Sus ojos, buen hombre —le dijo el anciano a sabiendas de que aquel no era un buen hombre, lo distinguía como distinguía que la lluvia moja y el sol caliente; aún más, creía que nunca había estado cercano de serlo—. Se vuelven como dos lunas blancas y brillantes, pero sin vida. No hay nada que mirar en esos ojos. Solo vacío, solo muerte. Es mirar lo que no comprendes porque no es parte del mundo donde fuiste parido.

El forastero se agachó, se puso debajo de la mirada del anciano y señaló con un breve gesto hacia las montañas. El anciano se estaba cansando de aquel hombre, de aquellas preguntas que hacían que la quietud de la tarde se disipara por completo—. ¿Qué hay del nombre? Los seis picos, ¿no?

El viejo dejó de masticar su hierba maloliente y la escupió. Se preparaba para responder porque esta era su parte menos detestable de la preguntas—. Se dice que en este lugar el diablo fue herido por seis ángeles que empuñaban lanzas. Estuvo al borde de la muerte, y para salvarse, tuvo que pagar un alto precio: el sacrificio de uno de sus arcanos más poderosos, un secreto tan profundo que nadie es capaz de recordar. Una vez pagado ese tributo, logró derrotar a los ángeles y los sepultó junto a sus lanzas, erigiendo sobre ellos seis colinas, seis prisiones que retienen a los seres alados hasta el día en que él pueda liberarlos y utilizarlos para sus propios propósitos.

El viejo terminó el cuento y el silencio que se impuso entre aquellos hombres solo fue roto por la risa seca del forastero—. Suena a leyenda.

El Anciano

El viejo no respondió, miraba el atardecer—. ¿Qué hay del otro lado? ¿Se sabe algo?

—Sé que se llama La Boca del Mundo y que la arena que de allí procede es negra como la ceniza. Solo eso sé, y solo eso quiero saber, no más.

El forastero se levantó, su figura alta y delgada proyectó una larga sombra—. Si cruzo esos picos, si llego a esas tumbas, si descubro el arcano del diablo…

El anciano lo interrumpió, poniéndose de pie con dificultad—. Lo siento, hijo. Se está haciendo tarde y mis rodillas no aguantan; necesito subirlas un poco, se me hinchan, ¿ves? Además, tu humo me hará toser.

El viejo recogió su silla ante la mirada atenta del otro que soltaba bocanadas de humo gris y espeso.

Por un momento, el extraño pensó que el anciano no se despediría de él, pero este se paró un instante y mientras aún se encontraba de espaldas con la silla apoyada en las patas delanteras le dijo—. Si vas, espero que no vuelvas. O sea, no sé cómo pedir o desear esto amablemente, pero si ese lugar te hace… cosas, es mejor que te quedes allí, que mueras… ¿Me comprendes? —Su voz le tembló por un instante—. No quisiera volver a ver esos ojos. Nadie por aquí quiere volver a verlos. Espero que mueras allí, y créeme, es un deseo lleno de bondad. No te deseo el mal… todo lo contrario.

El forastero asintió lentamente—. Gracias, pero no creo que tenga alternativa. —le dijo con el tono más serio que había adoptado hasta el momento; pero el viejo no respondió, quizás ni lo había escuchado y aunque lo hubiera hecho, no debería cambiar nada. Cerró la puerta de un golpe seco que se escuchó hasta en el último rincón del minúsculo pueblo, dejando al forastero solo con su tabaco, bajo la luna a medio nacer.