Pensar en el tiempo es necesariamente viajar a momentos remotos de nuestra infancia, cuando las primeras imágenes con contornos difusos aparecen, muchas de ellas estimuladas por álbumes familiares y nutridas por la ficción de las historias que la familia cuenta.

Otras veces, las fuentes de esas emanaciones vaporosas de los recuerdos son provocadas por la imaginación misma de la niñez. Tal vez el lector recuerda haber volado sobre los techos de su barrio, o haber dado saltos anti gravitatorios para moverse desde la ventana de su cuarto hasta la cúspide de aquella montaña distante y visible desde su alcoba infantil, y, seguramente, ese recuerdo permanece aún impregnado en la liviandad de sentir que tienen más aire de lo común entre sus huesos.

Otras veces esos recuerdos lejanos aparecen en forma de dispositivas de vidas no vividas, junto a personas no conocidas, pero que irradian amores indelebles. He oído también historias de tripulantes de vuelos sobre aves gigantes que navegan los aires sobre civilizaciones de aparente ficción…

Posiblemente el lector también habrá experimentado la sensación de conocer de antes a un desconocido que recién se presenta; tal vez su tono de voz le parecerá familiar, o algo en sus movimientos le recuerda a alguien.

El tiempo es entonces una materia porosa, que se deja permear por cálidas narraciones familiares, visiones fotografiadas por otros, sueños febriles, pasajes oníricos de vidas pasadas, y hasta encuentros causales con extraños, que al segundo cruzan el velo de lo familiar.

Últimamente han llegado a mis oídos varias voces narrando la existencia de tiempos espiral. Muy acordes con las cosmogonías preoccidentales que parecen querer retomar su lugar en la vida y contraponerse al tiempo lineal que rige con el calendario gregoriano, aquel mismo que cimentó en nuestros inconscientes la ilusión de que el desplazamiento en línea de un punto A a un punto B, es la medida del tiempo estandarizada.

Partiendo de la duda de que es una medida exclusivamente humana, me pregunto entonces por la experiencia que vivimos del tiempo en la mente, por ejemplo, en los sueños o los recuerdos; y también por el tiempo afectivo, presente, cuando estamos pasando un momento muy grato y el tiempo pasa veloz, o cuando, por el contrario, estamos en una situación incómoda y el tiempo parece alongarse.

¿No podría entonces el tiempo ser una materia orgánica, que expresa en sus formas complejidades inconmensurables al intelecto? De ser así, ¿acaso no podría el futuro reemplazar la posición del pasado y el pasado suplantar el lugar del presente?

En lo particular, algunos días cuando cae un viejo sol, tengo la sensación de estar viviendo en el tiempo correcto, de estar trazando con mis pasos el destino que mi alma ha esperado con la tranquilidad de que el futuro traerá adelante recuerdos sensibles de tiempos ya vividos. Como si la vida fuera sueño, una sensación de constante déjà vu se apodera de mi mente, dándome por algunos segundos de lucidez la confianza de continuar avanzando.