Migrar Parte I: el día mas esperado

El día más feliz de mi vida. Salidas internacionales, Cruzar el portal.

Las lágrimas se desvanecen y aunque con una pesada maleta en mi espalda, una sensación de liviandad se apodera de mí.

25 años comprimidos en 23 kg, ¿miedo? No estoy segura. ¿Ilusiones? Muchas y unas ganas de comerme el mundo incomparables.

Un día lluvioso y húmedo de verano me recibe en Buenos Aires, una primera impresión en contra de la Ciudad de la Furia. Un hostal con aroma a viejo, a juventud, a aventura, a mundo. Por primera vez veía tanta diversidad, tantos idiomas en un solo lugar, tantos colores, culturas y al mismo tiempo un factor en común: todos tan humanos.

El tour de bienvenida

Estaba oscuro, se suponía que íbamos a comprar algo en el kiosco más cercano y volveríamos al hostal. ¿Pero qué tal si caminamos al rosedal? ¿Y del rosedal a Recoleta? ¿Y de Recoleta al centro? ¿Y luego a Puerto Madero? Caminamos toda la noche, gran parte de ella bajo una torrencial lluvia. En ese momento, la ciudad y yo nos fusionamos. Entrado el amanecer, tomamos un colectivo de regreso a casa, empapados, agotados, muertos de hambre y con mi corazón inflado de alegría: un lugar del planeta que hasta el momento era ajeno, ahora me daba la bienvenida como una madre amorosa haciéndome sentir protegida y en casa a solo dos días de haber pisado su suelo.

Ser en esencia

En mis primeros meses en la ciudad experimenté mi parte extrovertida, una parte de mí que no conocía o que no recordaba.

Hice amistades increíblemente fácil, muchas de las cuales se convirtieron en familia. Organizaba planes y en diferentes ocasiones, con unos dotes culinarios recién descubiertos, hice de anfitriona.

Al mismo tiempo, disfrutaba muchísimo pasear en solitario por cada nuevo barrio al que llegaba, perderme entre callecitas de piedra, con arcos naturales formados por árboles y maravillándome con la arquitectura de aquel lugar.

El plan para mudarme a Buenos Aires era estudiar una nueva carrera, un plan que ahora llamo excusa, pues ahora entiendo que mi alma necesitaba ser libre y experimentar la vida con mis propios ojos y mis manos, sin la mirada o la opinión de la familia o amigos de siempre. Una mirada que, aunque con amor, puede ser limitante.

No me matriculé en ninguna carrera y, por el contrario, me dediqué a conocerme.

Me negué rotundamente a trabajar en cualquier cosa relacionada con la carrera que estudié en mi país. ¿Cómo iba a caer de nuevo en lo mismo?

Decidí que quería un trabajo que me nutriera más el alma que el bolsillo, un pensamiento que me costaría muy caro más adelante.

Me enteré de que podía hacer arte, de que quería emprender, de que quería seguir conociendo el mundo y conocerme a través del mundo.

El curso natural de la vida

Como es de esperarse, no todo fue color de rosa. Hubo momentos difíciles, corazones rotos, bolsillos vacíos, momentos de enfermedad, de mucha soledad, momentos de bajar la cabeza y aceptar que las herramientas que te niegas a usar son las que muchas veces te pueden salvar.

Al final, fueron esas herramientas que, sin ser invitadas, se colaron en mi maleta cuatro años atrás las que me dieron la posibilidad de emprender un nuevo viaje. Es cierto que amaba Buenos Aires, pero sabía que no sería mi hogar para toda la vida; había un mundo que me estaba esperando.

Mochilera o inmigrante

Una vida entera comprimida en 10 kg, de los cuales unos 3 o 4 kg correspondían a acuarelas, acrílicos, pinceles, lápices de colores y sketchbooks.

Esta vez no había un rumbo fijo, solo un tiquete de ida para encontrarme primero con el mar y después… que el viento nos diga.

Viajar en solitario, así como migrar, saca a relucir nuestra fortaleza interna, la capacidad de planificar, de pedir ayuda y, sobre todo, te cuestiona qué tanto confías en la vida. Me aventuro a decir que cada cosa que hacemos o que queremos hacer requiere simplemente confiar plenamente en la vida.

Es sencillo decirlo, difícil de aplicarlo especialmente cuando todo parece un caos, cuando en los noticieros solo vemos desgracias y cuando nuestros propios ojos han visto la injusticia.

Lo entiendo. Sin embargo, puedo decir con total certeza que es lo único que hará que avancemos con determinación, es lo único que hará que llegue la magia o las “casualidades” a tu vida, es lo que hace que todo fluya como un río. También puedo decir con total certeza que cuando salimos de esa zona de confianza en la vida, el camino se llena de tropiezos, se nubla y es muy fácil perderse.

Un poco más de un año caminando y volando por el mundo, visitando diferentes mares, latitudes, zonas horarias, haciendo mejores amigos de un día o una semana, observando la grandeza de la naturaleza y la habilidad magnífica del ser humano de adaptarse, recorriendo con mis pies y absorbiendo con mi espíritu siglos de historia, llega un punto del camino en el que se siente la necesidad de un hogar, de un lugar fijo al que llegar, y no tener que buscar el siguiente techo que te acogerá.

Migrar parte II: el origen

Un territorio que solía ser conocido, en el que el tiempo parece que se detuvo, resulta incómodo, al que no esperabas volver y en el que no te esperaban, al menos no tan pronto.

El tiempo no se detuvo, parece que fuiste más rápido que algunas cosas. Eres diferente y en apariencia no encajas; intentas sincronizar tu entorno a “tu tiempo”, pero hay una barrera que lo impide: simplemente no es posible acelerar los procesos de los demás.

Quieres enseñar el mundo a través de tus ojos, pero no es posible si no hay curiosidad del otro lado.

Se despiertan viejas inseguridades y te das cuenta de que ese lugar que por mucho tiempo supo ser hogar se ha convertido en un lugar más para estar de forma temporal.

Re-conociendo el territorio

En los esfuerzos por adaptarte, te permites soltar y re-conocer el lugar del mundo en el que elegiste nacer. Te enteras de que en toda tu vida transitaste las mismas calles y los mismos tres barrios; hay un mundo que descubrir.

Re-conocer un territorio puede ser tan enriquecedor como viajar a otro continente.

Descubrir la magia de la ciudad que me vio crecer, su naturaleza exuberante a la que sus habitantes están fuertemente vinculados, la abundancia en el arte, cultura, diversidad y contrastes alimentaron mi espíritu y me dieron una razón para estar y la oportunidad de seguir cultivando los aprendizajes que me regalaron otros territorios.

Migrar parte III: migrante por necesidad

Fue una decisión rápida, comprar un tiquete con los pocos ahorros que quedaban y de nuevo comenzar una nueva aventura, esta vez por un tiempo limitado, para cuando llegara el invierno debería estar en casa o quizás en otro lado.

Pero un momento histórico estaba por ocurrir en el planeta y coincidió con este viaje. ¿Qué sería de mi vida si me hubiera quedado en mi país? ¿Dónde estaría hoy? Es algo que nunca sabré, pero que inútilmente pienso a veces con nostalgia.

Las cosas no salieron mal, pero no salieron como esperaba ni en el tiempo que esperaba.

¿Malas decisiones?

Apaciguadas las aguas de una pandemia, con una visa a punto de vencer, una extensión no respondida y un objetivo sin cumplir, todo ello provoca una oleada de dudas.

¿Qué hacer? ¿Irme con las manos vacías? ¿Quedarme y cumplir el objetivo?

La mentalidad al momento de migrar es muy importante; debes tener la convicción de que ese lugar será tu hogar, al menos por un tiempo. Debes hacer todo lo posible para convertir ese lugar en tu hogar y permitirte ver lo positivo, aunque cueste, porque siempre hay algo. De lo contrario, tu estancia se hará mucho más difícil.

Sin embargo, debo agradecer a mi mirada crítica que, aunque me ha causado muchos conflictos internos y algunos externos, me ha ayudado a no romantizar un sistema que no funciona.

La cruda realidad

Decidí quedarme en un lugar poco amigable con sus inmigrantes, al menos con un grupo de ellos. Me contagié de la mentalidad del inmigrante que piensa que no tiene derechos porque parecen ser secretos. Me he dejado llevar por el miedo de “no poder salir” y he sentido que valgo menos por no tener un documento. A esto yo lo llamo perder la confianza en la vida.

He vivido en mi propia piel lo que millones de personas viven día a día lejos de sus hogares. He convivido de cerca con personas que han dejado su lugar de origen porque una vida digna allí ya no era posible, personas que han dejado todo o les han quitado todo cuanto tenían, personas que han tenido que decidir entre vivir o morir.

Llegué en condiciones privilegiadas. Crucé la frontera en un avión; nadie me quitó mis pertenencias para poder entrar al país, no me pusieron un grillete como si fuera una delincuente, y nadie me discrimina por mi color de piel, mi forma de vestir o mi cultura.

Muchas de estas personas están a gusto y conformes con un lugar tranquilo donde dormir y un trabajo que pueda pagar su comida y sus cuentas. Los comprendo profundamente.

Quizás por la fortuna que tuve al recibir una educación, no me conformo con lo poco que a simple vista me puede ofrecer un país. Tengo la capacidad de indagar e investigar para conseguir una vida mejor.

Pero incluso con todos esos privilegios, me dejé contagiar por el pensamiento colectivo del inmigrante indocumentado que siente que vive tranquilo, pero siempre a la sombra de un sistema.

Migrar parte IV: próxima parada

Existen quienes encuentran su lugar en el mundo, así como quienes se casan con su primer amor.

Hay quienes se resignan a quedarse con su primer amor, incluso cuando ya no hay amor.

Yo, al parecer, no soy una de esas. La vida continúa empujándome a seguir buscando.

Me justifico a mí misma diciendo que los años me han vuelto temerosa y precavida, pero tengo la leve sospecha de que lo realmente necesito es recuperar la confianza en la vida.