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Tomé hace tiempo la decisión de dar sólo leche materna a mi hijo, por muchos motivos: el deseo de sentir el vínculo madre/hijo, el reto de lograr nutrirlo con mi propio ser, motivada principalmente por la confianza en nuestro instinto animal.

Sin embargo, miles de años de evolución parecen poco frente a este reto tan abrumador, que hace parecer más fácil agarrar unas onzas de agua caliente, añadir dos medidas a raz de polvo, mezclar bien y atemperar la mezcla.

El reto empezó con la panza, varias madres al verme definidamente encinta comentaban de sus experiencias (en su mayoría nefastas) al rededor del parto y el postparto.

De sus propias heridas animales fluían como leche cortada palabras cargadas de temor:“Mis pezones se agrietaron, mi hijo tomaba leche con sangre, sólo pude darle poco tiempo, aprovecha y duerme porque nunca lo volverás a hacer”…

Ahora, ya con mi hijo en brazos, escucho con compasión “¿y si eres buena lechera?¿Te has medido la cantidad de onzas que salen por toma? ¿No te da vergüenza que te vean los senos?” que siento que esconden una herida ontologica tan profunda producida, tal vez, por la distancia que hemos tomado como especié con nuestro origen animal y mamífero.

Aparte de la exigencia física y emocional que exige la decisión que tomé- y en la que me mantengo al menos hoy- he sido grial de traumas de madres, mamás que como yo, han alimentado sus crías con sus senos y que han enfrentado en las noches oscuras y largas, la dudas existenciales más profundas de la raza humana.

A todas ellas, las lactantes, las que prefieren extraer su leche, las que mezclan con fórmula para hacerse la vida más amable, las que quisieron y no pudieron, las que pueden y todavía insisten, a todas ellas les digo con amor que maternar es más que dar alimento, maternar es mirar con dulzura a tus críos luego de una larga noche en vela, maternar es lo que sea que cada una de nosotras hace para que ellos estén sanos y felices y que su respuesta a nuestro encuentro sea una sonrisa.