Nota del autor: Este escrito nace de una idea efímera sobre una novela ambientada en la Tegucigalpa del ayer, que cruzó por mi mente hace algunos meses, tal vez influenciado por mis lecturas recientes (Kafka, Dostoyevski, Zafón) y de algunos relatos que me han contado y otros que sin querer he escuchado. Todavía sigo escribiendo, replanteando mis ideas y preguntándome que quiero comunicar y por qué quiero comunicarlo.
Horacio E. Barrios


I

Tegucigalpa, 1901

Esta ciudad guarda muchos secretos en sus torcidas calles, secretos que enviarían a unos a la locura y a otros a la tumba. Nada podía prepararme para el día en el que descubrí el secreto de aquel pintor italiano que se había robado mi vida. Este trágico y extraño episodio comenzó la madrugada de un lunes nublado de octubre, salí como de costumbre de mi cuartucho en La Leona y deambulé por las callejuelas todavía solas; era imperativo que consiguiera vender algún retrato hoy, ya que me encontraba sin un centavo para saciar mi hambre.

Decidí probar suerte en el Parque Morazán. Mi estómago rugía como un león, pero no llevaba ni un mísero centavo conmigo para aplacar mi hambre con algún café. Dispuse mi caballete y lienzo frente a la Catedral, saqué de mi maletín mis cuadernillos, lienzos, lápices, carboncillos, borrador y afilador; me senté a esbozar el paisaje urbano en un cuadernillo. Mi reloj delataba un cuarto para las seis, algunas personas ya transitaban por las calles contiguas a la Catedral envueltas en la niebla matutina, los cuidadores de los jardines empezaban su oficio y algunos muchachos rondaban repartiendo los periódicos del día, acompañados de perrillos que los seguían sacudiendo sus maltrechas colas.

A eso de las siete ya reinaba una atmósfera de animación que, a mi criterio logré captar en la ilustración que estuve trabajando; un dibujo más en mi haber que esperaba algún transeúnte comprara, fascinado por sus trazos. Las distinguidas esposas con sus maridos se paseaban con sus más finas galas, y los vendedores de comida anunciaban con el olor de sus fogones el alimento de la mañana. También se desplazaban por la avenida numerosos obreros de los campos, mineros, oficinistas y conserjes. El olor de la comida hecha en el fogón y el aroma embriagante del café llegaban a mi nariz en suaves ráfagas que se tornaban en amarga angustia en mi cerebro, ya que no podía costearme ni una tacita o un plato de frijoles en aquel momento. Es muy duro ver la abundancia de pan sin poder saciarse ni siquiera de las migajas.

Una hermosa mujer que no pasaría de los veinte años pareció verse interesada por mi arte, era una hermosura de piel clara, apenas dorada por el sol y unos profundos ojos verdes cuales esmeraldas, iba envuelta en un vestido de tafetán verde olivo que dejaba adivinar las formas de su agraciado cuerpo. En sus delicadas manos llevaba un abanico y contrario a la moda de la ciudad y del tiempo que corría, no llevaba sombrero sobre su cabeza, su cabello largo y sedoso caía como una mansa cascada a su espalda, pude percibir un aroma dulce y almendrado que se acrecentaba con cada paso que daba hacia mi dirección. Algo me decía que esta señorita no era oriunda de esta ciudad tan inmunda y desordenada.

Iba acompañada de su marido, un opulento caballero al que calculaba unos cuarenta años, vestido con una impecable levita azul marino que hacía juego con sus pantalones del mismo color, su camisa blanca y algodonada se adivinaba en su cuello, donde también aparecía una corbata oscura con puntos blancos y para rematar su señorial apariencia portaba un sombrero negro de copa. Llevaba con cierto orgullo a su hermosa señora del brazo y en su mano derecha sostenía un bastón alargado que remataba en un león dorado. Adiviné que eran esposos por las sendas alianzas de oro que brillaban a la luz del amanecer en sus manos.

Observé cómo la hermosa ninfa, a escasos pasos de distancia de mí, murmuraba algo al oído de su cónyuge y éste con paso decidido se acercó a mi humilde estación de trabajo.

—Buenos días, excelentísimo señor— me dijo el caballero mientras me acercaba su mano, me brindó un cálido apretón y continuó: —A mi querida esposa usted le parece un talentoso dibujante, ya lo hemos visto en este mismo lugar en varias ocasiones, ya que frecuentamos el Parque por las mañanas. Por ello, quisiera que usted dibujara a mi hermosa dama en un retrato para exhibirlo en el salón de nuestro hogar.

—Estaría encantado de pintar a su esposa, señor, serían veinte centavos por adelantado, para un retrato al carboncillo— respondí, deslumbrado por la visión de aquella beldad, y entusiasmado ante el prospecto de mi primer cliente.

El caballero, que lucía en su rostro un bien cuidado bigote al estilo francés, sacó su billetera de un bolsillo y me entregó la cantidad solicitada sin regatear. —Quiero mi retrato sentada en el Café Francés— dijo suavemente la bella señorita señalando al local al otro lado de la calle. —Sus deseos son órdenes— repliqué cortésmente y nos dispusimos a cruzar la calle junto a su marido. Debo confesar que hice un esfuerzo considerable para no distraerme con la belleza y juventud de esta mujer, que contrastaba con el aspecto severo de su marido. Parecía estar ante uno de esos matrimonios por conveniencia, de esos en los que una jovencita es prometida en nupcias a un otoñal y adinerado señor para elevar su posición social y a cambio este señor podía sentirse más joven en compañía de esta primaveral ninfa en cada reunión de alta sociedad; allí no había amor, solo fría cordialidad. Noté que nos seguía detrás, muy serio, y si mi experiencia previa en amores me sirve de algo, diría que había un aire muy celoso en su mirada y sus pasos, típico de esos maridos que saben que sus esposas atraen miradas por doquier y no toleran que los mortales a su alrededor siquiera miren de reojo a sus inmaculadas beldades.

Por mi oficio me considero un admirador de la belleza, y esta mujer exudaba aquella belleza ideal de las musas de los poetas, sus ojos verdes eran hipnóticos, aunque tenían cierta tristeza, su sortilegio era tal, que estaba convencido que, si ella me lo pidiera, yo podría hasta llegar a matar. La instruí sobre la manera que debía posar en una de las sillas y me tomé unos segundos que sentí eternos para examinar su agraciado rostro, tomé el carboncillo e inicié mi labor dando los primeros trazos de este ángel que tenía delante. Pude notar que su esposo me miraba vehemente, no tenía duda ya, estaba celoso, no toleraba que otro hombre apreciara la belleza de su mujer; le resté importancia y me volqué a mi lienzo, si esta beldad quería un retrato yo le daría el mejor retrato que jamás hubieran hecho mis manos.

A las diez y media ya había hecho un boceto de los rasgos de esta bella dama, y empezaba a afinar detalles, durante todo este tiempo su esposo no me quitó los ojos de encima, ni siquiera cuando el mesero de aquel café se presentó con la carta, ni desvió su mirada cuando le trajeron su pequeña taza de café y un croissant recién hecho al calor del horno de barro. No denotaba enojo, pero sus celos hervían a través sus profundos ojos negros. Sin prestarle atención a estos detalles continué mi esmerada labor. —¿Cuál es su nombre, señor? —dijo de repente con una sonrisa la señorita, lo que me sacó de mis pensamientos. —Mi nombre es Rodrigo, a su servicio mi honorable dama— respondí de la manera más cortés que pude y tratando de no demostrar ninguna emoción ante su soberbia hermosura; advertí que su marido que esperaba paciente en la silla de al lado y me miraba de manera inquisitiva. —¿Rodrigo? Conozco muchos “Rodrigos”, tendrá usted que decirme su apellido señor, así podré recordarlo mucho mejor— replicó, a lo cual advertí una leve reacción de su marido, dejó de fusilarme con los ojos y clavó su mirada en su señora, sospeché que darle celos era la manera que ella disfrutaba en vengarse de él. Tal vez este hombre le era indiferente o sus mismos celos habían ya ahogado la pasión y el cariño (si es que había) de la vida conyugal, algo muy común en esos matrimonios arreglados. —Rodrigo Cortés— respondí lacónicamente.

—¿“Cortés”? nosotros conocemos a los Cortés, ¿verdad que sí, mi amor? —declaró ella dirigiéndose a su marido, que en el acto le contestó (sin que yo notara algún deje de celos). —Si, querida mía, conocemos a la familia Cortés, muy nobles, dicen que tienen ascendencia española que viene de tiempos coloniales. Dudo mucho que este retratista sea familiar de ellos— expresó con todo el desdén del mundo, noté el especial énfasis que puso en la palabra retratista; a pesar de la evidente ofensa, traté de permanecer indiferente. —Tiene usted razón señor, no soy descendiente de una estirpe tan noble. Los “Cortés” de los cuales yo provengo son todos humildes campesinos de Valle de Ángeles— y para observar si se encendían sus celos decidí dirigir la conversación a su señora: —Y usted mi estimada dama, ¿Cómo se llama? — El marido se puso rojo de furia al escuchar mi inquisitiva pero inocente pregunta, mas no se descompuso, quizá algún aprecio que tenía por su esposa le impedía perder los estribos en público.

—Mi nombre es Clara Hernández— me dijo esbozando una hermosa sonrisa. —De González— apresuró su marido tratando de contenerse y tomando de la mano a su mujer. —Encantado de conocerla señorita Hernández— seguí, adivinando la reacción de su esposo, ira contenida otra vez. Parecía que la señora de González estaba decidida a fastidiar a su marido, ya que su mirada denotaba interés por conocerme más, sin amague romántico de su parte; pero los señores como el caballero frente a mí no admitían el más leve atisbo de amistad ofrecido a sus encantadoras damas, como si les estorbara que otro hombre tuviera la osadía de respirar el aire que respiran sus jóvenes cónyuges.

Puedo afirmar que desde el primer momento hubo una complicidad implícita entre esta ninfa y su humilde servidor, naturalmente, debía estar cansada de tratar con gente que le doblaba su edad, y a sus ojos yo ofrecía misterios por descubrir.

—Tengo plena confianza en que me encantará su retrato. Mi marido y yo solemos visitar el café de París para luego pasear por el parque y ya lo hemos visto por este parque. Su arte es muy fino, si los vistazos a sus lienzos durante estos paseos no se equivocan—. Sonreí para mis adentros mientras remarcaba sus encantadores ojos con trazos del carboncillo. —Mi respetable dama, debo decir que sus palabras me halagan sobremanera, me he esmerado por representar su belleza de la manera más fidedigna posible, y estoy seguro este retrato es mi mejor trabajo hasta la fecha, aunque debo agregar que ningún retrato capturaría su hermosura tal y como la ven mis ojos—. Aquel ángel terrenal no pudo más que sonrojarse ante mi elogio, pero aquello fue el colmo para su marido, que me miraba encolerizado, ahora temía los violentos reproches que este caballero lanzara a su esposa en la intimidad del hogar; para mi sorpresa, el señor González decidió zanjar el asunto ahora mismo.

—Bueno señor artista, ¿se puede saber que pretende usted seduciendo a mi mujer? — dijo en tono de reproche, empezaban a aflorar sus volcánicos celos.

—No hay tal intención señor González. Considero que en todo momento desde que ustedes se acercaron a mí los he tratado con respeto y definitivamente no he cortejado a su querida esposa.

—¡Váyase al diablo con su cortesía, usted es un vividor! Conozco los de su calaña, piensan que pueden ir por la vida adhiriéndose a cualquier muchacha como sanguijuelas, engañándolas con sus retratillos y poemillas de cuarta. ¡No conocen el respeto y no hacen bien a esta sociedad! — Su voz ahora resonaba en todo el café, la señorita González estaba paralizada, dedicándole una mirada a medio camino entre el disgusto y el temor. Yo permanecía sereno, sabiendo que no había hecho ningún mal en apreciar la evidente belleza que posaba ante mi lienzo. Su esposa replicó tratando de suavizarlo.

—Querido, ¿qué mal ha hecho este hombre para que lo insultes de esa manera? Tan solo me dirigió un cumplido y eso no mancha mi honor que tan celosamente guardas, recuerda que él es un artista y a los artistas se les enseña a apreciar la belleza, ¿quién mejor que ellos para reconocerla? — acompañó estas palabras con una afectuosa caricia en su hombro, el gesto surtió efecto de inmediato, pero el ceño del señor González seguía fruncido, tenía una expresión que recordaba a esos niños caprichosos a los que sus madres intentan apaciguar en sus rabietas con algún dulce. La señorita tenía ese carácter dulce capaz de remediar cualquier desavenencia.

—Ruego que disculpe a mi querido esposo, señor Cortés. Tanto trabajo le ha afectado los nervios, y él es muy protector conmigo, lo cual aprecio mucho— dijo esto dándole un cariñoso beso en la mejilla. —Espero pueda perdonarlo por esta vez, pues yo que le conozco mejor sé que mi marido es un hombre noble y de gran corazón.

Sus palabras surtieron un efecto calmante en mi mente, donde su voz resonaba, cantarina. Acepté sus disculpas y continué esforzándome en terminar su retrato. Unos veinte minutos pasaron en silencio y contemplación, el retrato estaba listo. Le dije a Clara que podía inspeccionarlo, ya terminado.

—¡Está perfecto, Rodrigo! Sabía que usted era un gran artista, me lo ha demostrado, ¡mira Julio, es como si me estuviera viendo en un espejo! — el señor González se limitó a asentir a media sonrisa, era obvio que estaba cansado de aparentar sus celos y su contentamiento por la dicha de su esposa.

—Para usted mi querida dama, le agradezco usted y su estimado esposo confiara en mis manos para retratarla — dije, mientras me levantaba y empacaba mis implementos artísticos en mi morral.

—¡Espere señor Cortés! — me dijo para retenerme —su arte merece ser visto por más personas, y da la casualidad de que mi esposo está organizando una fiesta este viernes— sentí la mirada ardiente de don Julio —será un gran evento, irán las más grandes familias de Tegucigalpa, y más de alguno de ellos querrá un retrato hecho por usted, yo me encargaré de hablar muy bien de usted ante mis amigas, pues su trabajo es realmente extraordinario.

El esposo se mantenía en un misterioso mutismo, ¿qué podía decir ahora que su adorada mujer me invitaba personalmente? ¿Acaso tenía derecho de vetar su capricho? Pues nada podía hacer, el trato estaba hecho, la discusión sería necedad. Pronuncié una profunda reverencia ante aquella pareja, prometí a la hermosa Clara Hernández que estaría en su residencia el siguiente viernes; me tendió un papel con la dirección, vivían en La Leona también (vaya sorpresa). Me marché rumbo al mercado irradiando alegría ante el prospecto de pintar a señoras encumbradas y a distinguidos caballeros en aquel convite, que llenarían mis bolsillos de tan preciadas monedas, y ¿por qué no? me recomendarían en sus círculos sociales tan inalcanzables para un pobre diablo como yo. La imagen angelical del rostro de Clara persistiría en mi mente durante los siguientes días.

II

Dirigí mis pasos entonces al Mercado Los Dolores, donde pedí un plato de sopa que pagué con mi botín recién adquirido, la calidez del caldo encendió mi espíritu que ya flaqueaba por la cruel hambre. Me llegaron las doce en aquel mercado, lo supe por las campanadas de la iglesia, muchos obreros venían a apaciguar su hambre charlando sobre mujeres, los malos salarios y las ya sobreexplotadas minas alrededor.

Saciada mi hambre emprendí mi camino hacia Comayagüela a través del imponente puente Mallol, quería visitar un comercio chino de la segunda avenida, solamente allí podría encontrar una navaja de afeitar (la necesidad me orilló a venderla el mes pasado, pero si iba a asistir a la casa de aquella ninfa debía lucir presentable), y de paso iría a visitar a mi amigo, el poeta y novelista Antonio Carbajal.

Esta ciudad es un hormiguero, desordenada, de calles mugrosas, mi impresión de ella no ha cambiado desde que pisé sus calles hace siete años. Todavía no me acostumbro al hedor de algunos callejones, ni al triste estado del río que divide Tegucigalpa y Comayagüela, aún me sorprende ver como algunos muchachos saliendo del colegio se apresuran para zambullirse en sus aguas.

Llegué hasta la plaza “La Libertad” y doblé la calle que estaba al costado de “La Inmaculada”. Me introduje a una tienda destartalada cuyo piso parecía no haber sido lavado nunca. Aprecié las manchas rojas en el piso, la atmósfera era una mezcla de tabaco e incienso barato. Atendiendo el escaparate estaba aquel chino cincuentón que había fundado ese pequeño negocio, fumaba un cigarrillo y parecía leer un periódico de Nicaragua con cierta atención, tenía sus anteojos puestos, me pareció extraño ya que este señor no sabía más que diez palabra de español; para comprarle algo la mecánica a seguir era señalar el artículo que se deseaba adquirir en los estantes o el escaparate, el daría el precio con los dedos de la mano y se pagaría sin rechistar, no había espacio para regateos y ni hablar de las formulaicas salutaciones de “buenos días” o “buenas tardes”, aquellas palabras caían al vacío dentro de aquella tienducha.

Acostumbrado a visitarlo cada mes procedí a señalar las navajas de barbero que estaban en un extremo del escaparate, el chino la puso sobre su caja registradora y me mostró los cinco dedos de su mano izquierda, pagué la cantidad acordada y le di las gracias, se limitó a responderme con un leve asentimiento, volvió a sentarse y continuó en su imposible labor de leer el periódico. Con mis pies ya en la calle me pregunté si este lacónico señor tendría a alguien que le hiciera compañía o si habría dejado a su familia allá en la China migrando por nuevas oportunidades a esta podrida ciudad, nunca lo sabría.

De la esquina opuesta a “La Inmaculada” doblé a la izquierda y crucé la calle hacia una cuartería maloliente, las calles estaban casi vacías, solo dos niños de unos diez años jugaban pegándose inocentemente con dos palos que habrían encontrado por allí. Entré a esta cuartería que apestaba a tabaco y a orines y subí las escaleras que daban al segundo piso, me dirigí a la cuarta puerta a mi derecha y toqué tres veces. No hubo respuesta. —A lo mejor estará dormido— pensé, esperé un momento y volví a tocar tres veces a su puerta. Escuché un ruido de ollas cayendo al suelo, sentí algo de pena por haberlo despertado, otro momento pasó y la puerta se abrió, revelando a Antonio, que tenía expresión de muerto y unas ojeras bastante pronunciadas.

—¿Otra vez desvelado Antonio? Hombre si seguís así te vas a pescar alguna enfermedad de tanto no dormir —saludé—. Vos no sos médico, amigo, pasá y te cuento que ha sido de mis noches, pensé que andabas de viaje ya que no me visitabas hace tiempo—.

—Veo que el sarcasmo no lo perdés. Bueno fuera irme de viaje, pero la he pasado mal este último mes Antonio—. Me invitó a que pasara y nos sentamos en dos butacas dispuestas al par de su cama, un pequeño armario, una mesita de noche donde descansaba un quinqué constituían todo el mobiliario de aquella habitación.

—Venís en mala hora si venís a pedirme pisto Rodri. Pues estoy mas liso que piedra de río y esto de las letras no da para comer.

—¿Ya no trabajás tocando la guitarra en aquel cabaret? — “Cabaret” era decir mucho, aquello era un sórdido lupanar en el “Barrio Abajo” muy frecuentado por obreros de las minas y mulatos del barrio cercano. —Ah, Rodri, es que me echaron de ahí por que le gusté a una de las cipotas y se negaba a trabajar para doña Rosario —la dueña del lugar—, y vos sabés que eso es mal negocio.

—No me digás, la enamoraste con tus versos seguramente, no he visto todavía alguna mujer que se resista a tu poesía—.

—Ay amigo mío, lo que tuvimos con Lucía era especial, casi sagrado.

—¿Seguro no estarás borracho vos? Mirá que no quiero faltarle el respeto a las damas que trabajan ahí, pero su reputación las precede, ellas nunca se enamoran, es la primera regla del oficio, no me vengás a decir que vos te enamoraste de ella. Dura cosa sería.

—Desafortunadamente así es el corazón, amigo, lo nuestro nació en un ambiente tan improbable y profano, hace dos semanas que no la veo, me dijeron que la Rocío la tiene encerrada a pan y agua, por que todavía se niega a trabajar, dice que me espera, pero a mí me han prohibido poner pie en ese lugar. Los matones de la Rocío tienen la orden de apalearme si tan siquiera me aparezco por la esquina de la calle. Un muchachito que vive cerca, a quién doy lecciones de gramática me sirve de mensajero, así le he hecho llegar cartas todo este tiempo.

—Veo que la cosa va en serio amigo. No soy quién para juzgarte, pero me preocupa que tu afecto sea en vano. También me preocupa lo que le pase a tu Lucía ahí, puesto que decís que no quiere ya entregar sus amores a extraños.

Mis dudas tenían fundamento, ya había escuchado historias así y todas terminaban de manera trágica, muchas de estas mujeres empujadas por la pobreza entraban a esa casa de citas, pero nunca volvían a salir. La Rocío les prometía ganancias, bienestar, una salida a sus problemas financieros, pero aquello no era más que esclavitud, cualquier centavo que ellas hacían iba derecho a las garras de la mofletuda doña Rocío quién decía “administrarlo” para ellas.

Lo cierto era que lo que ellas ganaban con sus cuerpos era mucho más que los míseros centavos que la Rocío les daba para su alimentación y vestimenta. Lo cierto es que la mayoría morían ahí, de alguna sífilis mal tratada, las menos eran echadas fuera cuando llegaban a cierta edad, pero eran rechazadas donde buscaran trabajo y no les quedaba más que caer en la más vil indigencia.

—Si vos me afirmás que ella te quiere de verdad y vos también a ella yo tomo tu palabra. Supongo querrás sacarla de ahí, cosa que no será fácil, la Rocío demandará una fortuna, Antonio.

—Y yo pienso pagarlo, por que ella lo vale Rodrigo, ¡es un ángel!, no he dejado de escribirle versos pensando en su rostro. Espero poder verla pronto, tomará mucho trabajo, pero debo recolectar el dinero para sacarla de esa prisión.

—Veo que de verdad te has enamorado, Antonio, y dicen que los poetas aman intensamente y con locura. Seguro ella ha de sentirse tan única y amada al leer tus versos embriagados de amores.

—Tiene sus ventajas este oficio, amigo mío, así como desventajas. A veces pienso que Dios me castigó con este “don”, ya que no lo aprecia esta sociedad. Hoy en día solo hablan de “progreso” en esta ciudad, pero en su mentado progreso no veo que tomen en cuenta la cultura, las artes, vos deberías saberlo también ya que sos artista, como yo—. Estas fervientes diatribas de Antonio eran comunes, y se magnificaban cuando los licores ardían por sus venas, muchas veces solo me limitaba a asentir, ya que desde que lo conocí a mi llegada a Tegucigalpa lo estimé más culto que yo.

—Hay algo que no me cuadra en tus palabras Antonio, ¿Cómo podés decir que Dios te maldijo con el don de escribir? Vos sabés que a mi las letras no se me dan, pero hasta yo que apenas puedo leer sé que tu poesía es muy ingeniosa y musical, y debería ser leída de punta a punta en este país.

—Sin embargo, comparto tu opinión, al menos en esta ciudad no aprecian el arte, yo llegué engañado hace ya siete años, pensando que era una ciudad culta, pero lo que le hace falta en cultura le sobra en basura y hostilidad.

—Es dura cosa ser artista en un campo tan estéril como esta urbe Rodrigo, parece que aquí solamente llaman la atención los folletines baratos, o lo extranjero, a un escritor nacido aquí no lo toman en serio sino hasta que ha viajado por el mundo y haya regresado para ocupar un pomposo cargo en el gobierno. Ni hablar de los mercenarios que se prestan a escribir los discursos y los boletines de los políticos, esos no son artistas, ¡son perros viles y arrastrados!

—Hablás duramente amigo, ya vas a ver que tu arte será valorado con el tiempo. Y pues si bien algunas veces no se reconoce a quién tiene el talento, eso no debería frustrarte, pues un verso tuyo vale más que los párrafos enteros que publique algún propagandista—. Sentía que mis esfuerzos por animar a Antonio eran inútiles. Una vez que se enfrascaba en sus reflexiones era difícil sacarlo de aquel brutal pesimismo, que, para mi sorpresa yo empezaba a comprender.

—Talvez cuando me muera lleguen a apreciarlo, suele ser el caso con los grandes artistas. Y con vos no es diferente el caso mi querido Rodri, por ahí escuché que en un futuro los retratistas y pintores serán cosa del pasado, un aparato nuevo que captura los paisajes y los rostros tal y como los vés con tus ojos.

—He escuchado de la fotografía Antonio, dicen que en Costa Rica ya hay estudios fotográficos, pero no temo cuando estas invenciones lleguen aquí a esta capital, después de todo mi arte jamás podrá ser replicado con precisión por una máquina.

—Sos muy optimista todavía Rodri, pareciera que estos años en esta mal llamada “capital” no han hecho mella en tu espíritu, eso es bueno, o malo, depende del observador.

—¿Y vos creés que sea bueno?

—Pienso que te falta ver la otra cara de la moneda, ves lo bueno, lo bello, lo sublime, pero ¿cómo vas a apreciarlo sin saber lo malo, lo feo, lo profano?

—Además de escritor, filósofo— dije sarcásticamente. Antonio rió de buena gana.

—Ay Rodri, ojalá tuviera esa óptica tan pura como vos, hace años que la perdí aplastada en esta ciudad que enloquece a cualquiera—. Me encogí de hombros.

—No te me vayás a poner deprimido Antonio, ahora tenés a alguien por quién luchar, tu Lucía. Quiero que me mantengás informado de su situación, y si en algo los puedo ayudar no dudés en pedírmelo.

—Te agradezco amigo, por tu disposición, y ya que me lo decís, me sería de mucha ayuda si le enviaras un mensaje personal a ella, sé que la Rocío la tiene encerrada, más quisiera hacerle llegar una flor y un tarrito de miel para endulzar sus días de exilio. Tanto encierro le puede enfermar y oí que la miel fortalece las defensas del cuerpo.

—Tenemos que planear una estrategia Antonio, me dijiste que un niño servía de paloma mensajera entre ustedes...

—Si, pero el mensaje que quiero que le dés debe ser personal, tenés que verla a ella cara a cara.

—Creo que sé lo que sugerís… le enviás un mensaje a través de tu pupilo y…

—¡Exacto! El párvulo le avisará de tu llegada, así ella podrá simular con la Rocío que quiere seguir trabajando. Vas a llegar a la casa de citas, ella ya estará avisada por medio de alguna seña de quién sos vos. Allí entregarás mi mensaje—. Y diciendo esto sacó de un cajón dos monedas de veinte centavos. —Con esto vas a pagar tu hora, y estos otros veinte se los vas a dar a ella, por si las moscas.

—Me parece un excelente plan el que proponés, más me inquieta lo que podría suceder después de este encuentro, Antonio. No podés esperar que Lucía se niegue a trabajar de nuevo tan pronto, la Rocío no lo permitiría, y ya sabés que los castigos que les da a sus empleadas suelen ser severos, por no decir inhumanos.

—Vos por eso no te debés de preocupar, Rodri— dijo esbozando aquella misteriosa sonrisa que mostraba cada vez que pensaba una astuta estrategia. O Antonio realmente tenía un plan secreto o estaba fraguando uno mientras hablábamos, de cualquier manera, no me diría más por ahora. —El miércoles dará inicio nuestro plan.

—Es un hecho entonces. Contá conmigo.

Antonio acercó su mano a su mesita de noche y tomó los cigarros, me ofreció uno, el cual negué. Luego se agachó y buscó debajo de su cama por largo rato hasta que dio con la botellita de ron y dos vasos de cristal polvorientos. Los limpió con un trapo que tenía en la mesita y procedió a verter el contenido de la botella en ellos.

—Brindemos— me dijo. —¿Por cuál razón?

—Por nuestra amistad, por que somos artistas, por los amores.

—¡Salud! — con un buen sorbo del ron sellamos el plan urdido para acercarse a Lucía. Desconocería cual sería el plan de rescate, mucho más peligroso. Eran las dos de la tarde y auguraba que la tertulia se extendería ahora que Antonio empezaba a escanciar licor.

III

—Contame Rodri, ¿qué ha sido de tu destino estos días?

—Pues igual que vos, me encuentro escaso de recursos. He intentado sin éxito vender mis retratos por toda Tegucigalpa. De no haber sido por la bondad de Clara Hernández el día de hoy quién sabe si me habría muerto de hambre para el viernes.

—Clara, Clara — repitió mi amigo más íntimo —esta “Clara” se nota que te ha dejado prendado, lo sé solo con escuchar la musicalidad que resuena cuando decís su nombre—. A veces me preguntaba como Antonio podía ver estas cosas, lo atribuí al mágico don de las letras que le había sido conferido.

—Vos sos psíquico y no me lo has querido decir.

—Contame, como es esta Clara.

—Es una beldad, un ángel hecho mujer. Vieras sus ojos, verdes como esmeraldas. Sostengo que su retrato es el mejor que he dibujado en mi vida.

—Se te sale lo poeta, es que te trae perdido.

—Pues a la verdad Antonio, que no he podido sacarme de la cabeza su cara desde que la vi esta mañana. Y eso que apenas le hablé, vieras su marido, celoso como ninguno.

—Vos la querés, ¿cierto? Si es así, el marido sale sobrando.

—Antonio, Antonio ¿qué estarás insinuando? Ya te dije que es casada, aunque no quisiera al marido yo no podría robársela, no sea mas adelante yo pague el mal que le haga a este caballero. Además, es mujer de alta sociedad, ¿qué soy yo a la par de ella? Un pobre diablo que no le puede ofrecer un futuro.

—Bueno Rodrigo habrá que ver, ¿quién es el marido?

—Un tal Julio González—. La cara de Antonio expresaba curiosidad y cierto temor.

—Ese no es cualquier hombre, Rodrigo, es un hombre muy importante, ¿no lo reconociste?

—¿Debí haberlo hecho? — a pesar de haber vivido siete años ya en esta ciudad que más que ciudad parecía una aldea gigante, me daba igual saber del chisme y las personas influyentes que se mueven en la alta alcurnia de Tegucigalpa. Ignoraba quién era empresario o político y apenas sabía el nombre del alcalde actual.

—Julio González es un industrialista, amigo. Tiene propiedades en la costa norte y sur del país, en pocas palabras tiene billete e influencia en el gobierno. Si esta ciudad le debe a él que haya alumbrado en las calles. Sería mejor que te tiraras al río que intentar robarle su mujer.

—Creo que las muchas novelas y versos que has escrito te han podrido la cabeza Antonio, ¡decime ya! ¿qué te hace creer que quiero robársela?

—Calmate hombre, es que se mira en tus ojos. Vos la querés a ella, te lo juro ante mi madre que es así. Dura cosa te ha tocado al prendarse tu corazón a una mujer casada. ¡Oh trágico destino! El que te tocará sufrir por este amor prohibido.

Pensé que el alcohol lo hacía desvariar, Antonio era un bebedor empedernido y ya no le hacía falta mucho alcohol para emborracharse. Muchas veces lo tuve que sacar a rastras de un estanco cuando intoxicado por el licor empezaba a recitar versos profanos o en contra del gobierno. Adivinó en mi mirada mis sospechas.

—No Rodri, no estoy borracho todavía. Y te digo que se mira en tus ojos que vos querés a esta beldad llamada Clara. Lo que me extraña es que este Julio González estuviera paseando con ella a luz del día, tenía entendido don Julio no era de mostrar a su esposa, ni siquiera en las reuniones de alta sociedad.

—Pues ¿qué querés que te diga? No te voy a negar que me impresionó su belleza, me parece que no es de aquí, de esta capital. Quisiera retratarla una vez más. Tal vez tenga la oportunidad el viernes.

—¿Es qué han quedado en verse ya? ¡Me impresionás, sos largo!

—No es lo que creés, me invitó a una fiesta, al parecer irá mucha gente influyente.

—Te digo es de no creer, don Julio no tiene fama de organizar fiestas, algo estará cambiando en su mente, será la edad o ya lo endulzó su Clarita.

—Pues ignoraba eso, pero ya ves, me asombró que me invitara, dice que le gustó mi retrato y que le gustaría que en la fiesta yo sea el retratista de sus amigas. Y resulta que viven en La Leona, me ahorraré pagar un carromato hasta su dirección, me iré caminando, me queda a dos calles.

—Bendita oportunidad te topaste amigo, pero cuidadito e intentás una movida con su señora en su propia casa, que el señor González no va a contentarse con echarte a patadas de su casa.

—El ron está hablando por vos Antonio, yo no tengo intención de seducir a su mujer. Tan solo aprecio su belleza, desde un punto de vista artístico, como una musa, vos sabrás de que hablo.

—Pues musa o no, está claro que la querés—. Suspiré, hasta ese momento no tenía pensado conquistarla. Sin embargo, recordé sus ojos de esmeralda, y en el recuerdo volví a ver esa tristeza que los envolvía. Tal vez Antonio tenía razón.

—Amigo, lo que si pude ver en ella es una genuina amistad que podría florecer, fuera de los celos del marido, que supongo la tendrá encerrada, como una princesa en una torre de marfil, como un pájaro en una jaula de oro.

—Eso es lógico Rodri, es un tropo clásico de las novelas de antaño. Ahora la pregunta es si vos serás ese noble caballero que la liberte de tal encierro.

—No lo sé. Lo único que sé es que ella podría ser mi musa, la inspiración de mis retratos y pinturas. Por que no te dije, Antonio, que ahora además de retratista he decidido tomar el óleo y el pincel. Aproveché que mi casero iba a botar unos implementos de pintura que el poseía, lo convencí de dármelos, aunque siento vergüenza ya que le debo dos meses de renta.

—Magnífica idea la tuya de expandir tu arte, y respecto a tu casero, el viejo don Eduardo está más cerca de la tumba que vos, solo es que esperés un poco.

—¡Antonio! ya veo que esas novelas que leés te sacan muchas ocurrencias y malicias, estás insinuando que me quede con su casa cuando fallezca. Me conocés desde hace siete años y sabrás que lo que me sobra de pobretón lo compenso con honradez. Estaba pensando en tomar algún trabajo en el campo para honrar mi deuda, Don Eduardo es un alma de Dios, me ha tolerado más de lo que podría pedirle.

—No te encandilés tampoco Rodri, si bien te falta malicia en tu carácter no dudo de tu honradez ejemplar, disculpá los chascos que te suelto de cuando en cuando, pues no son estas mas que para alegrar el ambiente, ¡y vaya que esta cuartería necesita risas ante tanta miseria! Pero te diré (si querés mi consejo) que por nada del mundo aceptés algún trabajo en el gobierno. Recordá que los sueños mueren detrás de los escritorios, y si te unís a la maquinaria del estado ya no tendría el placer de llamarte mi amigo.

—Ni pensarlo Antonio, liberal o conservador no aceptaría, con tanta rivalidad que hay, sobre todo en esta ciudad—. A mi amigo poco le importaba si el gobierno de turno era liberal o conservador, su discurso era opositor a todo tipo de gobierno estatal, se hacía llamar anarquista desde que leyó en unos panfletos rusos que encontró traducidos al español en uno de sus viajes a San José.

—Ya que te vas a codear con la alta alcurnia este viernes te pediré un favor: que hablés de mí a tu apreciada Clara, si alguna de sus amistades tal vez tenga hijos, que estoy a su servicio para lecciones de gramática.

Me puse de pie, precisaba irme, aunque la tertulia duró más tiempo del que había previsto, el reloj marcaba las cuatro y media de la tarde. —Lo haré amigo mío, con todo gusto, por lo pronto debo dejarte, volveré el miércoles para hacer de mensajero ante tu amada—.

—Vaya con Dios Rodri, no pensés tanto en Clara que te vas a tropezar en el puente— rió de buena gana, era evidente que el ron ya afectaba sus sentidos. —Y vos no bebás tanto Antonio, que solo tenés un hígado—. Lo saludé una última vez y lo dejé sentado en su butaca, la botella estaba vacía, al menos no bebería más ron, seguro dormiría profundamente, no sin antes componer sus versos melancólicos inspirados por el licor en sus venas.

Descendí la escalera y salí de aquella cuartería de olor infecto, el cielo amenazaba lluvia torrencial con negros nubarrones. Caminaría hasta mi habitación en La Leona, me quedaban 7 centavos por mis compras, y rentar un carromato me dejaría en números rojos, debía apañármelas con esos centavos para los próximos dos días, mañana intentaría vender más retratos.

La calle que conducía al Mallol extrañamente estaba vacía para ser casi las cinco de la tarde, a esa hora los primeros jornaleros regresaban a sus cuarterías, la gente dejaba de lavar en el río y llenaba el puente de animación, vendedores ambulantes iban de aquí y allá vendiendo baratijas, hoy apenas había dos barrenderos y una señora que subía del río con su cesto de ropa lavada.

El ambiente era tétrico, por el cielo negro que se cernía, ya tronaba y relampagueaba sobre mí cuando llegué a la cuesta de La Leona. Desde la Catedral noté que me seguían a cierta distancia así que fui acelerando el paso. No era extraño que algún espía liberal o conservador al servicio de caudillos hicieran sus rondas, para atrapar a sus enemigos. Iba rápido más iba tranquilo, ¿qué importancia tendría un pobre diablo como yo para los conservadores o los liberales? Al ascender por la cuesta noté una sombra que iba detrás de mí, delatada por las luces de keroseno que iluminaban la calle. La sombra se perdió en un callejón. A estas alturas yo estaba nervioso, ¿qué querría este individuo de mí? ¿sería un ladrón? Para evitar que me robara los pocos centavos que me quedaban zanjé un callejón, un atajo que me llevaría más rápido a la puerta de mi cuarto.

Eran las seis de la tarde cuando llegué al portal destartalado de mi cuartucho. Empezaba a lloviznar y el cielo estaba muy oscuro. Volteé hacia atrás para asegurarme que no me siguieran, del otro lado de la calle observé que la silueta se materializaba bajo la luz de uno de los faroles de la calle. No vi su rostro, pero iba vestido de un largo abrigo negro y sombrero, caminaba a paso rápido, no volteó a mirarme y yo no hice ningún acercamiento, ni le grité exigiendo que revelara su identidad. Detrás de esta misteriosa figura pude observar que avanzaba una procesión de mariposillas negras.